Mi nombre es Andrés y, aunque el uso de la palabra escrita esquiva mis intenciones, en las próximas líneas, con la ayuda de alguien más ducho en la elección y disposición de éstas, les participaré de tan crucial episodio en mi vida que no habla sino de héroes. Pero no adelantemos acontecimientos.
Soy natural de Bailén, pueblo de la provincia de Jaén de no más
habitantes que cabezas de ganado… sí, tal vez eso sea exagerar. Diré el número
de tres mil, andaluz arriba, andaluz abajo, y Vds. se harán idea. Aquí celebré
mi primer aniversario, el segundo, el tercero y todos desde que naciera allá en
el noventa y ocho, a mediados de abril. También el décimo, donde debería estar,
a mi parecer, el principio por el que toda historia ha de empezar.
Aquel día, el de mi aniversario, padre trabajó hasta tarde —quizás no
debería resaltar este hecho, mas lo raro era que no trabajara hasta bien
entrada la noche—, así que en casa no le esperamos. Estábamos madre, mi
hermanita Ángela y mis inseparables amigos: Jacinto y María. Y yo, me olvidaba
de mí. Lo pasamos bien. Siempre lo pasábamos bien, pero yo estaba deseando
llevarle un trozo de pastel a padre —por motivos bien egoístas, como verán—.
Trabajaba cuidando las reses en la casa de Fresneda, cuyo mayorazguito movía la
mandíbula tan rápido como sus carrillos, llenos de pastel, le permitían. Sí, estoy
hablando de Jacinto, o para ser fiel a la verdad de Don Jacinto Luís Luque de
Garnica, Conde de Fresneda. A su madre, la Condesa de Fresneda, no le gustaba
nada el nombre de Jacinto y siempre presentaba a su hijo como Don Luis,
omitiendo el nombre heredado del padre de su padre —del niño, se entiende—, con
el que no hizo buenas migas en vida y de cuya muerte, cuentan la malas lenguas,
alegrose ella. Se dice que el disgusto llevose también al señor Conde, padre de
Jacinto, a los pocos meses. Pero esto no es lo que quería contar.
El caso es que al mayorazgo le gustaba el nombre de Jacinto, y así le
llamábamos María y yo.
Pues bien, como decía, le llevamos un trozo de pastel a padre y antes
siquiera de que lo terminase corrimos al interior de la casa. Allí nos esperaba
Melchor, el ayo de Jacinto. A menudo nos reuníamos alrededor suyo para que nos
leyese historias. A mí me gustaban las de héroes y, como era mi aniversario, de
héroes trató en esa ocasión. Del gran Aquiles.
Antes de empezar a leer nos advirtió de que era liada, pero a mí no me
lo pareció. Nos gustó mucho. A los tres. Tanto, que los días siguientes yo fui
Aquiles, Jacinto fue Héctor y María fue Helena. Al principio, Jacinto exigió
ser Aquiles. Tenía doce años, dos más que nosotros, e inventose no sé qué
derecho de elegir él primero por ser el mayor. Seguramente tal derecho no
existía, pero por aquel entonces, todos éramos muy de inventarnos cosas que
favorecieran nuestros argumentos. Por suerte, yo había heredado la altura de
padre, que llegaba casi a las dos varas y media. Esto me permitía sacarle una
cuarta a mi amigo, que no era muy alto para su edad. Incluso María era más alta
que él. No mucho, apenas el ancho de un duro, pero eso bastó para argumentar
que el héroe no podía ser el más bajito. Era ridículo. Los héroes eran altos,
fuertes —requisito que no era satisfecho por ninguno de los tres, pero diría
que María se acercaba a lo exigible—, y barbilindos. Y, por supuesto, no usaban
espejuelos. María estaba de acuerdo y ayudome a convencerle, aunque ella
hubiera preferido que yo fuera Paris —de haber tenido la edad adecuada, habría
casado conmigo, con o sin mi consentimiento—.
Una mañana, con abril ya agonizando, jugábamos en el olivar, subidos los
tres en un olivo que hacía las veces de castillo, cuando pasaron de largo unos
comerciantes a lomos de sus machos hablando de una tal canalla que estaba invadiendo España.
—¿La canalla? —preguntó
Jacinto bajando del olivo detrás de María y de mí.
—No había oído hablar de ella —contesté. María se encogió de hombros. —¿Será
un monstruo como Medusa? —propuse.
—¿Cómo va a invadir un solo monstruo un país entero? —lo cuestionó
María.
—A lo mejor tiene tentáculos —dije no muy convencido.
—Muchos tentáculos —añadió Jacinto, más convencido que yo—. Montones de
tentáculos larguísimos, así puede estar en todas partes a la vez.
—Y podría invadir un país entero —continué yo, que empezaba a
entusiasmarme.
—Podría ser —cedió al final María ante la evidencia.
—¡Pues no lo permitiré! —grité alzando mi palo en gesto sin duda
heroico.
—¡Yo tampoco! —gritó Jacinto imitándome.
—Pero somos enemigos —dije contrariado.
—Pues hacemos las paces —propuso él.
—Vale —dije encogiéndome de hombros. Y nos dimos la mano.
—¡Yo tampoco lo permitiré! —aulló María, alzando un palo que acababa de
recoger del suelo.
—Pero si eres una chica. Las chicas no sabéis usar la espada —afirmé. Me
arrepentí al instante. Ella, amoscada, cogió impulso y partiome el palo en el
brazo sin dejar de mirarme con el morro torcido (su primera intención fue
partírmelo en la cara, pero no quería un marido con la nariz desfigurada).— ¡Ay!
—grité de dolor—. ¿Por qué has hecho eso? —Y sin mediar palabra arrancó el palo
de mis manos y volvió a coger impulso.— ¡Vale, vale! —me apresuré a decir
encogido—. Tú también serás un héroe.
—¡Hala! —exclamó Jacinto—. Será héroa,
que es una chica.
—Sois unos gaznápiros los dos. Se dice heroesa —sentenció María.
—Claro —dijo Jacinto—. De conde, condesa y de héroe, heroesa. Es verdad.
Y durante dos semanas, o más, combatimos a la canalla aquí y allá por todo el pueblo, defendiendo la patria como
los héroes que éramos. Hasta que un nuevo enemigo vislumbrose en el horizonte
de otra conversación ajena: los franceses.
La canalla trataba de
introducir sus venenosos tentáculos amarillos y verdes por las ventanas de la
casa de Fresneda, y Jacinto, María y yo hacíamos lo que podíamos para
rechazarlos. Sólo el Padre Eterno sabe cuántas extremidades gelatinosas cortamos,
pero detrás de cada tajo un nuevo y más grande y más venenoso y más amarillo y
verde tentáculo esperaba su oportunidad. Estábamos a punto de sucumbir cuando
un sonido atronador hizo retroceder al monstruo
de los mil brazos. Era padre, que entró raudo preguntando por la señora
Condesa.
Le indicamos, pero hicimos más que eso: le seguimos intrigados por su
estado de excitación, que anunciaba graves las nuevas que traía.
Al parecer, los madrileños, entrando mayo, se habían rebelado contra los
franceses y éstos fusilaron a muchos de aquéllos. Eso provocó la ira del pueblo
y formáronse juntas por todo el país reclutando voluntarios para el ejército.
Padre mandome a contar las reses y los tres corrimos a hacer el mandado,
mientras en la casa se contaban víveres y joyas.
Yo no sabía cuando habían venido los franceses, pero por lo visto los había
por toda España. Nos estaban invadiendo. Algo tenía que tener este país que
todo el mundo quería invadirlo. Primero la
canalla y luego los franceses.
De vuelta en la casa, impaciente por decir el número de reses en alta
voz, antes de olvidarlo y tener que volver a contar, padre seguía hablando con
la condesa y con el ayo. Por lo visto los franceses en número de miles marchaban
hacia Andalucía.
—¿Y qué es lo que quieren esos franceses? —preguntó Jacinto con esa
seguridad que le dan a uno los títulos.
—Todo, Don Luís, todo —contestó el ayo—. Esta tierra tan fértil que nos
trae la espalda por la calle de la amargura, nuestro cálido sol, el agua dulce
como ninguna de nuestros ríos. Quieren que lo que hoy llamamos España, mañana
se llame Francia. Y quién tenga la suerte de sobrevivir a tan vil ultraje
tendrá que hablar en ese remilgado idioma que es el francés —sentenció.
—¿Hablar en francés? —me atreví a preguntar, metiéndome en una
conversación de mayores y nobles. Inocente de mí, pensaba que sólo se hablaba una
lengua en el mundo—. ¿Qué es eso? ¿Cómo se hace?
—¡Ay!, rapaz —suspiró el ayo—. En Francia no hablan igual que nosotros —yo
fruncí el ceño sin perder atención—. Allí, para decir “sí”, dicen “uí”. Para decir “señor”, dicen “mesié”. En vez de decir “gracias”, dicen
“megsí”…
—Pues qué tontería —espeté. Ya puestos, di rienda suelta a mi
insolencia—. ¿Por qué iban a querer decir mersí
pudiendo decir gracias?
—¡Ya basta, muchacho! —gritó padre—. ¿Contaste las reses como te pedí?
—Sí,
padre —dije yo agachando la cabeza—. Hay cuarenta y dos.
—¡Oh! —exclamó el ayo—. ¿Sabes cómo se dice cuarenta y dos en francés?
—no esperó respuesta—. Caggandœ.
María y yo nos miramos y no pudimos aguantar la risa. Nos echaron,
claro.
Yo había imaginado a un francés contando en alta voz y, al llegar al
cuarenta y uno, bajábase los calzones, agachábase y apretaba con el vientre
para decir cuarenta y dos entre esfuerzo y esfuerzo. Supuse que ella había
imaginado lo mismo, porque cuando lo conté, asintió sin añadir nada. No fue
así. María imaginó la conversación que había tenido lugar con padre, con el ayo,
la señora Condesa, Jacinto… en fin, todos los presentes; y al preguntarme padre
por las reses que terminábamos de contar, yo me bajaba los calzones, me
agachaba… ya saben Vds. el resto.
Nunca me lo dijo.
Pueden imaginar lo que hicieron Aquiles, Héctor y Helena en las semanas
siguientes. Sí, eso justamente: echar a los franceses de España una y otra vez.
Los echamos por los Pirineos. Los mandamos a Portugal. Los echamos al mar en la
mayoría de las veces, donde sucumbían a la voracidad del Kraken. Y alguna vez
se los ofrecimos a la canalla para
aplacar su ira.
En una de nuestras implacables batallas, a últimos de junio, los espejuelos
de Jacinto resultaron dañados, cosa que no contentó a la señora Condesa. Sí, le
castigaron. Había sido culpa mía, así que María y yo nos llegamos por detrás de
la casa de Fresneda y tiramos piedras a las ventanas con la intención de que se
asomase nuestro amigo. María era muy bruta, y una de las ventanas no pudo
presentar resistencia a su ímpetu. Se hizo añicos y corrimos raudos a
escondernos en el establo para no ser descubiertos.
—¿Qué habéis hecho? —preguntó una voz.
—¿Qué? —exclamé yo sobresaltado.
—Señor Andrés —dijo María dándose la vuelta y descubriendo a padre allí
sentado, manipulando la garrocha.
—Sois unos trapisondistas. Le castigarán por eso, lo sabéis, ¿no? —dijo
señalando fuera, en la dirección de donde veníamos.
—¿No puedes hacer nada? —supliqué.
—¿Yo? —contestó—. Si se me ocurre mentar siquiera esa ventana, me tocará
pagarla, ya podéis creerlo.
—¿Qué haces con la garrocha? —pregunté atraído de repente por sus
manualidades.
—Le cambio la puya por esta punta de lanza.
—Pero harás daño a los animales —me quejé con inocencia.
—No es para las reses, muchacho —dijo muy despacio. Yo enmudecí sin
dejar de prestar atención.— Verás, hijo —empezó a decir—. En Sevilla se ha
formado un ejército. Y otro en Granada. Los dos se han fusionado en Porcuna, y
dicen que muchos garrochistas de Jerez y de Utrera se han alistado como
lanceros…
—Pero… —sollocé—. Si tú no eres soldado, no sabes nada de ejércitos, ni
de guerras, ni de, de…
—Ya vale, muchacho. Ven aquí —me interrumpió tirando de mí y
estrechándome contra su pecho.
—Iré contigo —dije en un arrebato de arrojo.
—No puede ser, hijo —dijo tajante—. Aún no tenéis edad para oír ciertas
cosas, pero lo más probable es que en breve tengáis que vivirlas y verlas con
vuestros propios ojos.
—¿A qué te refieres, padre? —pregunté asustado. María me cogió la mano.
—Los franceses entraron en Córdoba hace tres semanas, saqueando y
quemando casas, y matando a quién ofreciera resistencia. Han hecho lo mismo,
desde que salieron de Madrid, en cada pueblo o ciudad que han encontrado en su
camino. Ahora están en Andújar y es cuestión de tiempo que vengan aquí.
—¡Pues les daremos su merecido! —grité lleno de ira agitando el palo que
aún sostenía a modo de tizona.
—En este pueblo habrá unos tres mil habitantes, hijo, y ellos se cuentan
por decenas de miles. No podríamos hacer nada contra ellos, ni aunque luchasen
a bofetadas. Nuestra única oportunidad es reunirnos todos, los habitantes de
aquí, los de Jaén, los de Granada, Sevilla, Cádiz, todos. Si hacemos eso
sumaremos casi tantos hombres como ellos y entonces sí les daremos su merecido.
—¿Y por qué no puedo ir? —insistí—. Has dicho que tenemos que ir todos.
—Escúchame bien —dijo cogiéndome la cabeza con ambas manos—. Y tu
también, María. Si no somos capaces de detenerles, antes o después vendrán a
saquear el pueblo. Tú, hijo, tienes que proteger a tu hermana y a tu madre. Y
tú, María, a la tuya. No hagáis ninguna tontería, que esos malnacidos no dudan
en tirar de bayoneta. Proteged a la familia, las cosas no, ¿me habéis oído? Que
se lleven lo que quieran.
Esa misma noche partió hacia Porcuna.
Los días siguientes no hubo Aquiles, ni Héctor, ni Helena. Jacinto fue
recluido en la casa de Fresneda por la señora Condesa, como quién protege
títulos, propiedades y tierras de la ingrata dispersión que condenan un nombre
al olvido. El padre de María también se alistó, y ella y su madre pasaban mucho
tiempo en nuestra casa, por temor a estar solas si algún día llegaban los
franceses.
Y llegaron.
Y saquearon.
Y se marcharon.
Y muertos, los más incautos, miseria y un olor a quemado muy intenso fue
lo que dejaron. Llevaron víveres, joyas, plata y cualquier cosa que pudiese
tener algún valor. Carros llenos. Y vino, todo el que no pudieron beber entre
saqueo y saqueo, o no corría calle abajo vertido por los más rápidos de
reflejos, que preferían verlo derramado que aliviando la sed de esos animales
que hacíanse llamar imperiales.
La desolación nos embargó creyendo a nuestro ejército derrotado y
nuestros seres queridos, en el mejor de los casos, prisioneros, y en cualquiera
de ellos, lejos, muy lejos. La sorpresa fue mayúscula cuando el día diez y ocho
vímosles aparecer, recortando silueta en el horizonte del bello amanecer
andaluz. No me equivoco si digo que el pueblo entero salió a recibir tan grata
visita. Al poco llegaron más soldados aún, entre los que se encontraba padre.
Al parecer, los franceses que habían saqueado el pueblo eran solo una
parte de su ejército. El resto, la parte principal, aún se hallaba en Andújar, al
mando de un tal Dupont. El ejército andaluz se dividió en dos partes, también,
para atacar a los franceses en Andújar, unos por delante, y otros por detrás,
que por lo visto eso se antojaba difícil de defender. Partirían de madrugada,
así que no tenía tiempo que perder. Fui a buscar a María y juntos corrimos a la
casa de Fresneda a por nuestro amigo el mayorazgo. No hubo suerte con esto
último, pero teníamos que intentarlo.
—Vamos —dije tirando del brazo de María—. Antes de que partan.
—¿Ir adónde? —preguntó ella soltándose—. Todavía no me lo has dicho.
—Quiero alistarme.
—¿Es que no recuerdas lo que dijo tu padre? —dijo ella incisiva.
—¿Es que no recuerdas que los franceses ya han saqueado el pueblo?
—contesté.
No pudo rebatir eso y corrimos al campamento.
Nada más llegar padre me vio y salió a mi encuentro.
—¿Qué haces aquí, muchacho? Partiremos en breve —dijo.
—Quiero alistarme.
—¿Otra vez con eso?
—Pero los franceses ya han estado aquí. Ya no hay peligro —dije con
firmeza.
—¡Vaya, vaya! —sonó una voz a mi espalda. Más tarde sabría que se
trataba del general Reding, al mando de las tropas allí acampadas—. ¿Quién es
el rapaz?
—Mi zagal, señor —contestó padre.
—¡Quiero alistarme! —grité con ímpetu.
—Tienes arrojo, chico. —dijo el general— Coge la garrocha de tu padre. —Las
garrochas solían medir tres varas y media, pero como padre era tan corpulento,
la suya medía cuatro varas. Y allí estaba yo, tratando de sostener con dignidad
cuatro varas de madera de majagua—. Ahora sube al caballo, chico —ordenó el
general.
No pude. Aquello era una trampa desde el principio. Tampoco supe cargar
el mosquete correctamente, y cuando lo hicieron por mí y disparé, di con las
nalgas en el suelo y con la bala… bueno, en algún momento tenía que dejar de
subir y empezar a bajar. También me fue esquiva la maña cuando blandí el sable.
Arremetí contra un olivo hundiéndolo en su corteza y en venganza se quedó con él.
No fui capaz de sacarlo.
Partieron de madrugada y yo tuve que ver cómo se alejaban en vez de
cabalgar junto a ellos hacia la gloria. Gloria que no se haría esperar, pues al
rato se oyeron los primeros tiros de muchos aquella noche.
Por lo visto, según nos enteramos después, el tal general francés
Dupont, a quién suponían en Andújar, había estado marchando con su ejército
hacia Bailén, y encontráronse a las puertas del pueblo unos con otros dando
comienzo así a una batalla que duraría toda la noche y parte del día siguiente.
Con la primeras luces, María y yo nos acercamos a mirar. Subidos a un
olivo observamos de lejos algunos movimientos que no se distinguían del polvo
levantado. Cambiamos de olivo pero la vista no mejoró. No sabíamos quién ganaba
y la incertidumbre nos corroía por dentro. Volvimos a cambiar a otro olivo, y
luego a otro, y así fuimos acercándonos poco a poco sin darnos cuenta. La
vista, como se imaginarán, mejoró sobremanera.
Llevábamos horas absortos en la batalla cuando empezamos a sentir la
sed. Aquel diez y nueve de julio fue especialmente caluroso, pero no queríamos
perdernos nada, así que no nos movimos de allí y en seguida empezamos a sentirnos
mal por el efecto del calor. No tuvimos más remedio que ir a beber agua y
refrescarnos. Por el camino María estaba muy pensativa. Se había dado cuenta de
que nosotros estábamos a la sombra y descansados cuando el calor empezó a
afectarnos, y se preguntaba qué no les estaría pasando a nuestros soldados,
cansados y a pleno sol. Y se nos ocurrió una idea: agua. Les llevaríamos agua y
contarían con esa ventaja frente a los franceses. No hacía falta mosquete,
espada o lanza, bastaba con llevar un cántaro de agua de allá para acá para
contribuir a la patria.
Y eso hicimos.
Corrimos hacia el pueblo, llenamos un botijo y entre los dos lo llevamos
lo más rápido que pudimos, sin derramarlo, hasta el general, y se lo ofrecimos.
Él lo cogió sorprendido y sin ocultar la necesidad que tenía de aquel líquido
regenerador, lo levantó por encima de su cabeza, echó ésta hacia atrás y dejó
que un chorro de vida bajase por su garganta. Y como quién riega una semilla y
al cabo recoge tomates, el general parecía otro, más alto, más fornido, más
general.
Sostenía aún el botijo en sus manos cuando una bala lo atravesó de parte
a parte y los trozos volaron con la mala suerte de que uno de ellos me golpeó
tirándome al suelo. María recogió el culo, que aún contenía agua, y se lo
ofreció de nuevo al general. Éste la apuró agradecido y mandonos a casa para no
volver, con el motivo del peligro. Lo habíamos vivido en ese preciso instante,
así que el peligro de verdad que avizoraba allí.
Cabizbajos, volvíamos al pueblo esquivando soldados y apartando manos
que nos demandaban un buche, o mojarse los labios siquiera, para no
desfallecer, y entonces le dije a María que no quería ser Aquiles nunca más. Ni
Hércules, ni Perseo. Ninguno de ellos era ya un héroe para mí. Los héroes
estaban allí mismo, en aquel olivar. Héroes con mayúsculas, a mi parecer. Porque,
¿qué mérito hay en enfrentarse a peligrosos enemigos cuando tu único punto
débil es un talón? No digamos si eres el hijo de un Dios. Son batallas ganadas
antes de empezarlas. En aquel olivar había lañadores, talabarteros, comerciantes,
menestrales, jornaleros… hasta el albéitar estaba allí. Y todos voluntarios,
para combatir a un ejército, decían, era invencible. Sí, invencible. No se les
podía vencer. Y aún así, ahí estaban, mordiendo cartucho y prendiendo mecha. Si
necesitaban agua, agua tendrían.
Íbamos a dar de beber a muchos soldados, así que optamos por coger un
cántaro. Iríamos más despacio, pero menos viajes lo compensarían. En el segundo
de ellos con el cántaro, que esta vez no se rompió, ni por bala ni por
tropiezo, que los hubo, se unió una vecina que nos vio acarrear el malogrado
botijo la primera vez y ya la segunda interesose por el mandado, que no era tal.
En el tercer viaje se unieron más vecinos, y el entusiasmo contagió a más en el
siguiente, y más aún en el otro. Todo el pueblo hacía viajes de acá para allá
con cántaros llenos de agua, y luego vacíos, y luego llenos otra vez, haciendo
bailar el agua, hasta que el trayecto del pueblo al campo de batalla pareció el
cauce de un río.
No sabría decir cuándo ocurrió, pero regresábamos María y yo, una de
tantas, con el cántaro vacío cuando noté humedad en la camisa a la altura del
vientre. No era agua.
Y caí.
Y allí tendido, con María taponando mi vientre en vano, pude ver a los
soldados levantarse y alzar los mosquetes en alto, o las espadas, o solo los
brazos. Se abrazaban unos con otros. Y gritaban. Y María me hablaba de los
franceses. De su general Dupont, que había capitulado. Y de su emperador
Napoleón Bonaparte, que ya no sería invencible nunca más. Y yo, no como
Aquiles, ni como Hércules, sino como Andrés, un niño de diez años nacido en un
pueblo de Andalucía, regué la tierra que era y seguiría siendo de los españoles,
con mi sangre. Sangre de héroe.
Sé lo que se están preguntando: ¿cómo es posible que yo haya contado
esta historia si caí en la batalla? Es cierto, y lamento decir que no hay giro
dramático. Caí en la batalla, pero les aseguro que estoy muy vivo en el
recuerdo de los que me amaron.
María Bellido.
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