El dolor de cabeza parecía no querer remitir y
no podía tomar más analgésicos sin asumir los riesgos que advertía el
prospecto. También me dolía el pecho, un dolor punzante por debajo del pectoral
izquierdo al hinchar los pulmones. Si no lo hubiesen descartado las
radiografías, habría apostado por alguna costilla rota. Me hubiera gustado
atender al capitán Gonzales en otro momento, pero él llamó al timbre esa noche.
Esperaba su visita, desde luego, pero tal vez en los días siguientes, no tan
pronto. Ni tan tarde. Tuvo el mal gusto de presentarse pasadas las diez.
—Capitán
Gonzales, ¿ocurre algo? —dije al abrir la puerta y escrutarle de arriba abajo
frunciendo el ceño, extrañado por su indumentaria: pantalón y camiseta blanca,
pañuelo rojo al cuello y sombrero amarillo.
—Buenas
noches, don Ricardo. No, no pasa nada, puede estar tranquilo —contestó con su
marcado acento mexicano—. Nomás que ahorita mismo salí de una fiesta aquí al
lado y me pareció buena idea pasar a darle esto. —Extendió la mano y me entregó
una cartera—. Pensé que podría necesitar la documentación.
—Sí, claro,
muchas gracias —dije invitándolo a pasar con un movimiento del brazo—. ¿Y su
coche? —pregunté mirando afuera extrañado.
—Vine
caminando —contestó él—. Hace buena noche, ¿no le parece?
—La hace,
pero ir andando por ahí a estas horas, así vestido, es una invitación a la
violencia —dije guiándolo hacia el salón.
—No tema,
señor Gómez, la noche da cobijo a los ratones, pero también a los búhos.
—Señaló la cartera que me acababa de entregar y siguió hablando—. La
encontramos junto a los restos del carro. Se llevaron el dinero, por supuesto
—dijo encogiéndose de hombros—. El carro quedó completamente quemado, lo
siento, se veía bien chido.
—No se
preocupe, el seguro se hará cargo.
—Apuesto a
que sí. —Hizo una pausa antes de continuar—. No se ven muchos carros como ese
por aquí, ¿sabe? Seguro que tuvo que pagar buena lana por él.
—Créame, el
coche lo valía. Por favor, póngase cómodo —dije señalando un sillón.
—Tampoco se
ven muchas casas como ésta —exclamó el capitán escudriñando la casa a
conciencia—. Es usted un hombre con recursos, don Ricardo. No me tome por
metiche, pero, ¿a qué se dedica?, si no es indiscreción.
—¿A qué me
dedico?
—Eso dije.
He oído en la comisaría que usted mencionó, no en su declaración, sino en modo
coloquial, que allá en España era policía, ¿puede ser? —Yo asentí con la
cabeza—. ¿Qué pasó, don Ricardo? ¿Qué tiene que ocurrir en la vida de un hombre
para pasar de ser policía en España a terminar acá, en México, rodeado de todo
este lujo —sentenció señalando a su alrededor con ambas manos.
—¿De verdad
quiere oír mi historia? —pregunté acercándome a la mesa de licores
—Bueno, no
tengo prisa.
—De acuerdo
—dije preparándome un Martini— ¿Le apetece una copa? ¿Tequila?
—No me
estereotipe, don Ricardo. Tomaré whisky. Sin hielo, por favor. Luego se queda
todo aguado.
—Aquí tiene.
—Puse su copa en un posavasos en la mesa y me senté enfrente de él. Lo miré
fijamente unos instantes mientras saboreaba mi Martini.
—¿Y bien?
—dijo él al cabo de un rato. Yo dejé el Martini en la mesa, me acomodé en el
sillón y empecé a hablar.
—Pues estaba
investigando un caso de desaparición —empecé—. Una adolescente de dieciséis
años, Silvia Marín. Buenas relaciones sociales, buen comportamiento en clase,
según sus profesores; buenas notas... Al parecer era todo un cerebrito en el
campo de la informática. La madre era ultracatólica y autoritaria, y, el padre,
un cero a la izquierda dentro de casa y un borracho fuera de ella. No descarté
el abuso por parte del padre. Probablemente se habría escapado. Un caso
sencillo. Sólo tenía que vigilar a sus amigos y tarde o temprano daría con
ella. Una mañana, seguía al que supuse que era su novio. Iba en moto, con una
mochila a la espalda, y, en un momento dado, condujo campo a través. Mi coche
no podía meterse por allí, así que esperé. Un par de horas después, estaba de
vuelta con la mochila vacía. Seguramente habría llevado comida a la chica. El
lugar era de difícil acceso y bastante extenso como para aventurarse a buscar
el escondite a pie, así que decidí regresar a la comisaría y buscar unos
prismáticos en el cajón de Guzmán, un tipo peculiar. Normalmente siempre había
un compañero o dos haciendo papeleos, pero ese día no había nadie. El capitán salió
de su despacho y me señaló con el dedo: «Al Museo Reina Sofía. ¡Ya!», dijo
excitado. Por lo visto, alguien se había encerrado allí con varios rehenes.
»Era muy
extraño, ¿sabe? Estuvo encerrado nueve días y las únicas exigencias que hizo en
todo ese tiempo fueron: colchones y mantas para todos los rehenes, tres
televisores de sesenta y cinco pulgadas y uno de treinta y dos, comida tres
veces al día y algunos libros y revistas. Sólo eso. No pidió dinero, no reivindicó
la liberación de presos, no exigió un trabajo. Se me ocurren muchos motivos que
llevarían a alguien desesperado a esa situación, pero ese tipo parecía no tener
objetivos. Pensamos que se trataba de un demente y concentramos todos nuestros
esfuerzos en la negociación para evitar situaciones comprometidas. Además, un
asalto al interior estaba descartado, ya que las obras de arte podían resultar
dañadas, así que tampoco nos quedaban muchas opciones.
»Parecía que
estábamos en un punto muerto, que no avanzábamos, cuando, el décimo día,
empezaron a salir los rehenes por la puerta principal. Cuando todos estuvieron
fuera y a salvo, entramos con un equipo de operaciones especiales a buscar a
ese tipo. No lo encontramos. Pasamos dos días rastreando el museo, pero nada,
allí no había nadie, lo que significaba que el ladrón estaba entre los rehenes.
—¿El ladrón?
—preguntó el capitán Gonzales.
—¡Oh, sí! El
Guernica había desaparecido. —El capitán torció los labios y se encogió de
hombros—. Es un cuadro de Picasso —expliqué—. ¿No lo conoce?
—Bueno, no
soy un experto en arte, pero ¿quién no conoce a Picasso? Seguro que el cuadro
era caro, ¿sí?
—Pues la
verdad es que no se ha valorado económicamente, y yo tampoco soy un experto en
arte, pero con los conocimientos que adquirí a lo largo de la investigación
diría que en una subasta podría alcanzar varios cientos de millones de euros.
Incluso si llegase al millar no encontraría usted atisbo de sorpresa en mi
rostro.
—Esos son
muchos pesos —dijo el capitán con asombro.
—Lo son.
Pero tomemos su obra más cotizada hasta la fecha como punto de partida
—continué—. Se trata de Muchacho con pipa,
y se pagaron ciento cuatro millones de dólares por ella en Nueva York. Al
cambio, en ese momento, eran unos setenta y cinco millones de euros. Supongamos
que ese es el precio del Guernica. Si el ladrón se daba por satisfecho con la
mitad, más que suficiente para desaparecer y empezar una nueva vida rodeado de
lujo, tendría casi cuarenta millones de euros para invertir en el golpe. Eso
suponía buena tecnología y cómplices comprometidos y silenciosos. Todo parecía
indicar que no iba a ser fácil recuperar el cuadro.
—Pero
ustedes ya sabían dónde estaba el ladrón, nomás tenían que preguntarle.
—Eso es
cierto, si teníamos al ladrón, teníamos el cuadro, así que el paso más lógico
era identificarle entre los rehenes, que desde los primeros interrogatorios
empezaron a señalar a un tipo con una camiseta amarillo chillón y unos bermudas
floreados. Un atuendo difícil de olvidar, que nadie recordaba.
—Ahí lo
tiene —dijo el capitán.
—No se crea,
la indumentaria era tan torpe que algunos pensamos que se trataba de un
señuelo. Y por supuesto, señuelo o no, el tipo no sabía nada, lo que nos obligó
a explorar otra vías. ¿Cómo y cuando había salido el cuadro del museo?
—Tal vez lo
enrolló y lo escondió tras un retrete —sugirió el capitán Gonzales—. Yo vi eso
en una película. Lo de enrollar los cuadros.
—De acuerdo,
capitán, deje que le de un par de datos sobre el Guernica. Mide tres metros y
medio por algo más de siete y medio. Eso hace complicado que lo esconda detrás
de un retrete, ¿no cree?
—Desde
luego. No sabía de su tamaño. Pero pudo esconderlo en otro sitio, ¿sí?
—Me temo que
se equivoca de nuevo. Resulta que en 1957, el MOMA de Nueva York le hizo una
restauración con una técnica que consiste en aplicar una capa de cera. Ese
tratamiento hace que la tela quede totalmente rígida, por tanto, no se puede
enrollar. Hay que manipularlo tal cual, y para ello se necesita ayuda y la
logística adecuada, lo que nos llevó a investigar todos los transportes que
habían entrado y salido del museo esos días: los de catering, los de libros y
revistas, el de los televisores y el de los colchones. Este último llamó
nuestra atención de inmediato, y con razón. El camión era lo suficientemente
grande, pero, además, el empleado que lo conducía ese día había sido contratado
dos semanas antes y se encontraba en paradero desconocido. También estaba
desaparecido el policía que acompañó al camión y supervisó la descarga de los
colchones y las mantas. Según su hermana, llamó por teléfono para decir que lo
habían destinado fuera del país e iba a estar fuera algún tiempo. No hubo
rastro alguno de él desde entonces.
—Un callejón
sin salida, ¿eh? —lamentó el capitán.
—Eso
pretendía el ladrón, y he de decir que lo consiguió.
—¿Quiere
decir que era otro señuelo?
—Lo era,
pero nadie se dio cuenta —dije.
—Bueno,
usted se dio cuenta, don Ricardo. —Yo asentí—. ¿Qué vio usted que los demás
pasaron por alto?
—Muy
sencillo —le expliqué—. Antes de cerrar el caso agotamos todas las
posibilidades y visitamos a cada uno de los rehenes en sus casas. Teníamos la
esperanza de conseguir una descripción del conductor del camión que nos llevase
a algún lado. Desgraciadamente, fue infructuoso. El caso se cerró y el cuadro
se dio por perdido. —El capitán frunció el ceño y se dispuso a hablar. Lo
detuve con un gesto de la mano y continué—. No obstante, hubo un detalle en
algunas de las casas de los rehenes que me llamó la atención: el color de las
paredes era el mismo que había visto en algunas de las salas del Museo Reina
Sofía. Pero antes de decir nada a nadie, quise hacer unas comprobaciones... y
tiré de ese hilo. Adivine adónde me llevó.
—¿Al cuadro,
don Ricardo?
—Al
mismísimo cuadro, capitán, pero no creerá usted dónde estaba.
—Por favor,
no me tenga en ascuas —imploró impaciente.
—Le prometo
que llegaré al final —dije con sorna—. Relájese, hombre. ¿Otra copa?
—¿Por qué
no? Su whisky es muy bueno —dijo apurando el vaso.
—Me acerqué
al museo a investigarlo y resultó que estaba de reformas —continué—. Sólo
pintura, nada importante. Aprovechaban las noches para realizar los trabajos,
así no interferían en el desarrollo de su actividad normal. Llevaban un par de
meses con ello, pero, al parecer, a las dos semanas de empezar, la empresa que
llevaba a cabo los trabajos se quedó sin pintura, un color salmón muy concreto
y con unas características de secado bastante especiales. Por alguna extraña
razón, había desaparecido del mercado y sólo una empresa disponía de ella, una
empresa que había creado un tal Eduardo Tomero unos meses antes. Cuando
quisieron comprarle la pintura, el señor Tomero puso una condición: sería su
empresa la que haría los trabajos en el museo, aduciendo que eso le reportaría
reputación y la haría crecer. El Reina Sofía se vio obligado a aceptar las
condiciones, ya que empezar de nuevo con otro color resultaría más costoso y
perderían dos semanas que no se podían permitir por futuros compromisos.
Adivine dónde se encontraba el señor Tomero los días de autos.
—No me lo
diga, en el museo, entre los rehenes.
—Pues no se
lo diré, pero no se equivoca —dije—. Pregunté por él y me dijeron que no había
faltado a trabajar ni un sólo día, así que esa noche lo visité. Quería verlo,
hablar con él, conocerlo. Y lo conocí. A la mañana siguiente, no muy temprano,
he de reconocer, volví al museo y solicité el plan de trabajo de las reformas.
Me proporcionaron un plano donde marcaron las salas pintadas y el recorrido que
seguiría el señor Tomero para pintar el resto. También me facilitaron los
partes que éste entregaba al finalizar cada jornada. Me lo llevé y estudié
todos esos datos a conciencia. Cuatro días después, regresé, esta vez temprano,
el señor Tomero aún no había salido. Cuando lo hizo, seguí su camión hasta un
lugar que me pareció discreto y le di el alto. Lo hice bajar, abrió el cajón y
ahí estaba.
—El cuadro
—sentenció el capitán. Yo hice un gesto de confirmación—. No, me niego a creer
que todo ese tiempo estuviese en el camión. Dígame la verdad, don Ricardo,
¿dónde estuvo escondido? ¿Y cómo lo supo usted? ¿Cómo relacionó el color de las
paredes de los rehenes con el ladrón? ¿Acaso les pintó la casa porque eran
todos cómplices? Seguro que sí, por eso no lo delataron, ¿no es cierto?
—No, el
cuadro no estuvo en el camión todo ese tiempo. Y no, los rehenes no eran
cómplices. Le explicaré cómo sucedió todo —dije sirviéndome otro Martini— ¿Le
sirvo otro whisky? —pregunté.
—Sí, por
favor —contestó el capitán.
—Aquí tiene
—dije llenando su vaso de nuevo. Luego, volví a tomar asiento—. Supongo que
imaginará que la contratación del señor Tomero por parte del museo fue fruto de
la casualidad y que planeó el golpe desde dentro. —El capitán frunció el ceño y
se encogió de hombros—. La verdad es que empezó a gestarse mucho antes. En el instante
en que el museo decide cambiar el color de sus paredes y el señor Tomero se
hace con una copia del proyecto. En ese momento crea su empresa de reformas.
Los meses siguientes, hasta que las reformas del museo dan comienzo, los pasa
seleccionando meticulosamente a las personas que luego contrata para
desabastecer el mercado de la pintura escogida por el Reina Sofía, bastante
especial, como recordará. Dichas reformas dan comienzo sin que el señor Tomero
haga nada y dos semanas más tarde se quedan sin pintura y, bueno, ya sabe, lo contratan.
Pero lo mejor no es eso, lo mejor, capitán, es que las personas que el señor
Tomero contrata para desabastecer el mercado de pintura son allegados a los
rehenes: cónyuges, hermanos, padres o madres, hijos o hijas; y sus servicios no
se limitaban a hacer acopio de pintura en sus garajes. Además debían garantizar
la presencia de sus allegados, en cada caso el que correspondiese, en el Reina
Sofía el día elegido sin que éstos supieran nada del trato. Podía haber
contratado a esas mismas personas para que ellos fueran al museo, desde luego,
pero necesitaba que su experiencia fuera real, de esa manera su testimonio
también lo sería.
—No le veo
el sentido, don Ricardo. ¿Por qué complicarse la vida? Seguro que había gente
en el museo.
—Me temo, capitán,
que usted no hubiera conseguido robar el cuadro.
—Bueno, él
tampoco lo consiguió, ¿no es cierto?
—Escogió a
los rehenes porque sabía que iba a estar varios días allí dentro. No quería
histéricos, ni enfermos, ni héroes, sólo gente dócil que no causase problemas.
—Entiendo
—dijo el capitán Gonzales pensativo—. ¿Y qué me dice de los días de autos?
¿Cómo se las apañó para pasar por uno de ellos? ¿Y el cuadro?
—Le contaré
lo que pasó dentro del museo: El señor Tomero, cubierto con una máscara, obligó
a los rehenes a ponerse un collar que, supuestamente, explotaría con una
llamada de teléfono. Hizo una demostración con un maniquí para impresionarlos.
—¿Supuestamente? —interrumpió el capitán extrañado.
—Resultó que
sólo uno era de verdad.
—El de la
demostración.
—Así es,
pero eso los rehenes no lo sabían —continué—. Aparte de eso, le proporcionó un
teléfono móvil a cada uno y los separó en tres grupos. Luego los llevó a tres
salas separadas, que había dispuesto con cámaras para poder vigilarlos a
distancia con su propio teléfono, y se comunicó con ellos a través de mensajes
de texto. Pero hubo uno al que no puso con el resto. Lo mantuvo apartado en un
almacén para que nadie pudiera reconocerlo después.
—El de la
camiseta llamativa —reflexionó el capitán.
—El mismo. Y
para que pudieran reconocerlo a él como a uno más, hacía que el servicio de
catering dispusiera la comida en una sala común para los tres grupos. Cuando se
marchaban, se cambiaba de ropa, se ponía un collar al cuello y enviaba un
mensaje a todos los rehenes. Se mezclaba con ellos y comía. En realidad nadie lo
conocía, pero todos imaginaban que estaría en otra sala.
»El resto
del tiempo lo pasó construyendo un muro —dije con aire triunfal. El capitán
estaba desconcertado—. Un muro que tapó el Guernica —expliqué. El capitán
sonrió y movió la cabeza con cierta satisfacción—. Llevaba todo el material
escondido en sus botes de pintura, y la sala del Guernica ya se había pintado,
así que hizo el muro exactamente igual al original y dejó el cuadro allí
atrapado.
—Conozco la
respuesta, pero la duda me corroería si no le pregunto: ¿No había cámaras en el
museo? ¿Cómo hizo el muro sin que lo vieran?
—Si no
hubiera desconectado las cámaras, capitán, no estaría contándole esta historia,
porque no habría historia que contar —dije encogiéndome de hombros.
—Descuide,
nomás me lo estaba imaginando. Por favor, prosiga.
—Cuando
después del suceso todo volvió a la normalidad
—continué—, el señor Tomero siguió con su labor en el Reina Sofía,
pintando las salas de color salmón, siguiendo la ruta que le habían establecido
y con una puntualidad impresionante. El cuarto día, después de que yo lo
visitara y charlase con él, llegó a la sala posterior al Guernica, con la que
compartía pared, como calculé. He de decir que, para pintar las salas,
desmontaban las cámaras de seguridad. No había obras de arte que vigilar, así
que no hubo inconveniente.
—Gracias por
la aclaración —dijo el capitán divertido.
—Como le decía,
cuando llegó a la sala posterior del Guernica, se aseguró de estar solo y tiró
la pared original, en la que colgaba el cuadro. Se ayudó de un exoesqueleto y
unas poleas para manipularlo, lo subió al camión y lo dejó allí hasta que
terminó el turno. Cuando llegó la hora de irse, escribió una dirección en la
pared, en la que encontrarían al policía que supervisó la descarga de los
colchones y las mantas, junto al conductor del camión, ambos encadenados e
incomunicados, y unos vídeos en los que se veía al hombre de la camiseta
llamativa encerrado en el almacén, aislado del resto de los rehenes. Luego
subió a su camión y se marchó con el Guernica.
—Y entonces
se encontró con usted —dijo el capitán emocionado—. Ahora comprendo, seguro que
le reportó reconocimiento en forma de ascenso, ¿me equivoco? —No contesté, pero
él siguió hablando—. Y fama, habrá contado esta historia en todos los platós de
televisión, ¿sí? Apuesto a que también ha escrito un libro. Si no es así,
hágalo, best seller seguro. A mí me fascinó.
—Hizo una pausa—. Lo que no entendí es por qué vino usted aquí —dijo
extendiendo los brazos.
—¿Y usted,
capitán? —pregunté—. ¿A qué a venido usted aquí? A traerme la cartera, no —dije
mostrándola en alto—, para eso habría mandado a alguno de sus hombres o me
habría llamado por teléfono para que pasase a recogerla. Tampoco ha venido a
escuchar mi historia. ¿Qué es, capitán?
—Órale pues,
güey —dijo encogiéndose de hombros—. Acá, don Ricardo, a la gente con recursos,
como usted, le damos la chance de evitar cierto tipo de situaciones, ¿sí? Nomás
tienen que hacer donaciones periódicas a un fondo común para las familias de
los policías víctimas de la lucha contra el cártel. A cambio le ofrecemos
atención especial. Vigilaremos su casa y a su familia, si la tiene. Si desea
salir, sea la hora que sea, nomás tiene que llamarnos y lo escoltaremos adonde
vaya. Si alguien lo molesta, nomás señálelo y nosotros nos ocupamos. Si el
pájaro que vive en el árbol de su jardín le cagonea el carro todas las mañanas,
sólo dígalo y apostaremos un francotirador al otro lado de la calle.
—Entiendo.
¿Y a cuanto asciende la mordida?
—No lo llame
así, don Ricardo, me ofende.
—¿De verdad?
¿Le ofendo? Dígame una cosa, ¿qué pasará cuando reciban la llamada de un vecino
que ha oído las voces de un hombre y los gritos de socorro de una mujer en un
callejón, y ustedes estén demasiado ocupados comiendo nachos con chile mientras
miran la fachada de mi casa o me escoltan para que yo pueda llegar a tiempo a
jugar mi partido de golf?
—Debería
usted mostrar más agradecimiento, ¿no le parece? Aquí los asaltos con violencia
son habituales, lo ha comprobado de primera mano. ¿Es que quiere que eso se
repita? Nomás le ofrezco evitar situaciones similares en el futuro. Piénselo.
—Puede dejar
de fingir, capitán, sé que lo hicieron sus hombres. Es su modus operandi,
primero provocan el dolor de cabeza y luego venden las aspirinas. También sé que
esa cuenta está a su nombre. No hay ningún fondo común.
—¿Qué puedo
decir? —dijo encogiéndose de hombros—. Es usted muy listo, don Ricardo, no me
extraña que enchironase a ese ladrón de cuadros.
—Yo no he
dicho tal cosa, capitán —sentencié.
—No le
entiendo, ¿qué quiere decir? —preguntó confuso.
—Verá, ni
ascenso, ni programas de televisión, ni libro. Nada. Cuando el señor Tomero
abrió el cajón y vi el Guernica, no pude evitar pensar en ese reconocimiento
del que usted hablaba. Probablemente un ascenso, sí, y ¿por qué? ¿Por coger a
alguien que había robado un trozo de tela pintada? ¿Y qué pasaba con los
políticos que hacen las leyes y luego no las cumplen? ¿Qué pasaba con los
bancos, que con una mano cogen nuestro dinero para evitar la quiebra y con la
otra nos echan de nuestras casas? ¿Qué pasaba con los empresarios que defraudan
millones de euros y la Hacienda Pública dedica sus recursos a perseguir a los
que defraudan algunos cientos? ¿Qué pasaba con los jueces a los que se juzga
por perseguir el delito?
»Me vino a
la cabeza el caso de una mujer que encontró una tarjeta de crédito y la usó
para comprar doscientos euros de comida para sus hijos. La condenaron a dos
años de cárcel.
»Cuando me
hice policía —continué—, tenía el convencimiento de que iba a representar la
justicia. Con el tiempo me di cuenta de que lo que representaba sólo era la
ley. Miré mi placa y vi los hilos de una marioneta. Miré el cuadro y vi un
trozo de tela, cuyo valor era comparable al valor sentimental que un anillo de
madera pueda tener para mí. Si en un momento dado lo perdiera, no sería
relevante en la vida de nadie. Ni siquiera en la mía. Sin embargo, muchos
estarían dispuestos a pagar cientos de millones por poseer el Guernica. Cientos
de millones, ¿entiende?
»Mi país no
necesitaba cuadros, mi país necesitaba justicia. El mundo necesitaba justicia.
Y ese cuadro podía proporcionarla. Tiré la placa allí mismo, cerré el cajón y me
subí al asiento del copiloto.
»¿Quiere
saber qué me ha traído aquí? —pregunté. El capitán se mostró incómodo de
repente y se retorció en el sillón—. Usted —sentencié sin esperar respuesta. Un
hombre y una mujer bajaron del piso superior y se situaron uno a cada lado de
mi sillón. La mujer se sentó en el brazo—. Le presento a Eduardo Tomero —dije
señalando al hombre—. Le voy pedir que vaya a su casa y traiga su coche. Se
enfadará, ¿sabe? Opina que no aprovecho su talento. Sin embargo, lo hará. Y se
encargará del accidente que tendrá usted de vuelta a casa. Y nadie sospechará
nada, ¿sabe por qué? Porque yo opino que sí aprovecho su talento. No debería
conducir después de haber bebido, capitán.
»Ella es
Silvia Marín —dije señalando a la mujer—. Le he hablado de ella, ¿la recuerda?
La chica desaparecida. —El capitán frunció el ceño— Su habilidad con los
ordenadores es impresionante. Hackeará sus cuentas y transferirá todo su dinero
a un fondo común para las familias de policías víctimas de la lucha contra el
cártel. Uno de verdad que creará ella. Será una donación anónima, su nombre no
figurará.
—¡Usted no
sabe con quién está tratando, pendejo! —ladró el capitán levantándose de un
salto.
—¡Oh!, ya lo creo que lo sé, capitán. Pero
esta noche… —Hice una pausa para mirarle fijamente a los ojos—. Esta noche es
usted ratón.
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