sábado, 21 de junio de 2014

El efecto de las microondas sobre...


   —¡Oh!, no, profesor, se lo suplico. Si lo que va a decir usted a continuación contiene la expresión “el efecto de las microondas sobre…”, ahórreselo —se anticipó el Rector dejando con la palabra en la boca al profesor Serra.
    —Pero es mi especialidad —contestó este contrariado.
    —Si, bueno. Pues búsquese otra especialidad. Tengo un archivo lleno de estudios sobre los efectos de las microondas en todo tipo de cosas, a cuál más inútil, ¡maldita sea! —dijo señalando un mueble de considerable tamaño a su derecha—. A esta Universidad no le sobra el dinero… —hizo una pausa y se frotó los ojos—. No me lo ponga más difícil, sabe que firmaría estos papeles si pudiera —señaló de nuevo—, pero no me llega el presupuesto para todos. Financiaremos la mitad este año, así que apresúrese y presente algo que lo merezca antes de que termine la semana.

    El profesor se levantó con resignación, recogió su proyecto de la mesa y salió del despacho. «Búsquese otra especialidad» —le había dicho—. «Búsquese usted un laxante que le funcione» —pensó con desdén—, y lo tiró a una papelera.

    —¿Estás bien, Enrique? —le preguntó su compañero, el profesor Boada, que salía de un aula seguido de una procesión de alumnos.
    —Sí, sí. Es que vengo del despacho del Rector.
    —Y se ha cargado tu proyecto —dijo Boada poniendo una mano sobre su hombro.
    —¿Qué? ¿Y tú cómo sabes eso? —preguntó Enrique sorprendido.
    —Bueno, tu cara habla alto y claro, y eso de la papelera se parece bastante a un proyecto. Pero además está el hecho de que los ha rechazado todos.
    —¿Bromeas? ¿Todos?
    —Todos, uno detrás de otro —dijo Boada gesticulando con las manos—. Este año lo tenemos complicado. Algunos estamos pensando en unir recursos.
    —Unir recursos —repitió taciturno—. Pues no es mala idea.
    —No lo es. ¿Vas a comer? —Enrique negó con la cabeza—. ¡Venga!, invito yo. Y te pongo al día sobre la iniciativa.
    —¿Sabes que me debes… espera —hizo memoria—, 17 almuerzos, verdad?
    —Ahora serán 16 —dijo Boada rodeando su cuello con el brazo y tirando de él.

    La idea era sencilla. No había presupuesto para cubrir la financiación de todos los estudios; la mitad serían desechados. Eso supondría que la mitad de los científicos sólo darían clases ese año, viendo su carrera peligrosamente estancada. Nadie podía saber si su proyecto sería mejor que el de sus compañeros y tampoco querían competir entre sí, así que decidieron juntarse de dos en dos, de tres en tres o de cuatro en cuatro, y presentar proyectos que englobasen las especialidades de todos los componentes de cada grupo.

    —Todavía estamos formando los grupos. Te apuntas, ¿no? —dijo Boada. Abrió la puerta de la cafetería y saludó a algunos de sus compañeros, que ya arrastraban la bandeja por el carril y la llenaban de platos—. Mira, ahí están.
    —Es una buena iniciativa, muy solidaria, pero ¿no crees que será un poco complicado diseñar proyectos tan concretos? —reflexionó Enrique pensativo—. Por no hablar de que serán bastante más caros, seguro.
    —Lo serán. Pero todo eso lo calcularemos y modificaremos los grupos en consecuencia. No te preocupes, todo se ajustará a la perfección, somos científicos, ¿recuerdas? —le dio una palmadita en el hombro y cogió una bandeja para ponerse a la cola, detrás de sus colegas—. Enrique se apunta chicos.
    —Fantástico. No sé cómo vamos a encajar todo esto en uno o dos proyectos —dijo Mario señalándolos a todos con un movimiento del dedo—, pero me alegro de que estemos de acuerdo, aunque fracasemos.
    —Me encanta tu optimismo —dijo alguien, seguido del cometario de alguien más y seguido de una conversación general en la que no estaba claro quién hablaba con quién.
    —¿Es que esto no avanza? —gritó Raúl—. Algunos tenemos cosas importantes que hacer.
    —¿Más importantes que comer? —contestó Ernesto, el Cazador. Nadie que conociese su especialidad, Astrofísica, confundiría el significado de ese apelativo; estaba tan gordo que lo único que podía cazar eran exoplanetas desde el mullido sillón del observatorio—. Supongo que estás hablando de una mujer.
    —Eso no sería importante, sino insólito —apuntó Boada. Todos rieron.
    —Raúl tiene razón —dijo el profesor Cuevas—, ¿por qué no avanza esto?
    —Es que hoy hay tarta de manzana y todo el mundo la quiere caliente —contestó Mario—. Podrías traer uno de esos magnetrones tuyos Enrique.
    —Y meter el microondas en el microondas —añadió Ernesto—. No es mala idea, ¿qué crees que ocurriría? —preguntó girándose hacia Enrique.
    —«Un microondas dentro de un microondas. Interesante, pero, ¿cómo no se me había ocurrido antes en todos estos años?» —pensó sin decir ni una palabra.
    —¡Vaya!, el gran experto en microondas no sabe la respuesta —dijo Lidia bromeando.
    «Un microondas dentro de un microondas. Necesito saberlo», seguía pensando. Dio media vuelta, abandonó la bandeja a medio llenar y caminó hacia la puerta. «Lo haré. Lo haré ahora mismo».
    —¡Oh, venga!, ¿por qué has tenido que decir eso, ya sabes cómo es —le reprochó Boada— ¡Enrique! —gritó. No obtuvo respuesta—. ¡De acuerdo, pero esta cuenta, te debo 16!

    Los gritos no le detuvieron. Abrió la puerta  y se alejó lentamente, más despacio que su mente, que ya estaba en el laboratorio haciendo cálculos.

    Dos días después el profesor Serra cruzó el campus con pasos largos y rápidos, entró en el pabellón de las aulas y subió hasta el despacho del Rector. Golpeó la puerta con los nudillos y no esperó respuesta. Entró.

    —¡Maldita sea! ¿Es que no ve que estoy reunido? —gritó el Rector indignado.

    El profesor anduvo de un lado al otro del pasillo, nervioso. Diez minutos más tarde el Rector salió de su despacho junto a dos hombres. Los despidió y se acercó a Enrique dispuesto a gritar de nuevo, pero éste empezó a hablar antes.

    —Lo siento —se disculpó por la interrupción—, pero tiene que verlo. Acompáñeme.
    —¿Acompañarle? ¿Adónde?
    —Al laboratorio. Es importante —insistió. El Rector le miró dubitativo.
    —Espero que lo sea —dijo al fin cerrando la puerta de su despacho con llave—. Soy un hombre muy ocupado.

    En el laboratorio les esperaban Boada, Ernesto y Mario. En una gran mesa Enrique había montado un magnetrón que, a su vez, contenía otro magnetrón de menores dimensiones. En su interior había un vaso con café.

    —¿Qué es todo esto? —preguntó el Rector, extrañado.
    —Ahora lo verá —dijo Enrique—. Enciéndelo —ordenó.

    Boada manipuló un par de potenciómetros y el magnetrón más pequeño se puso en marcha.

    —Escuche, ya sé que si meto un café frío en un microondas, sale caliente —dijo el Rector con desdén.
    —Espere —contestó Enrique haciendo un gesto con el dedo.

    Boada manipuló otro par de potenciómetros y el magnetrón más grande se puso en marcha. Tres segundos después el vaso de café desapareció. Cuando los magnetrones pararon el vaso apareció de nuevo.

    —De acuerdo, acaba de ganarse usted un cheque —balbuceó el Rector sin parpadear—. Pero no puede publicar nada hasta que yo lo diga. No quiero que el ejército se presente aquí. Usted ve aplicaciones en medicina y esos tipos sólo ven un arma mejor que las que ya tienen.
    —No le sigo —dijo Ernesto contrariado.
    —Bueno, esta cosa hace desaparecer los objetos, los hace invisibles, o los descompone a nivel molecular para luego recomponerlos. No hace falta ser muy listo para darse cuenta de que el ejército estaría muy interesado…
    —No es lo que cree —le interrumpió Enrique—. Se lo mostraré.

    Hizo un gesto y Boada volvió a poner en marcha los magnetrones. El vaso desapareció. Enrique se acercó a una palanca y la activó. Todo el conjunto: los magnetrones y la mesa en la que estaban montados; se movió sobre un carril unos centímetros a la izquierda. Cuando los magnetrones pararon el vaso no estaba. El Rector quiso hablar, pero Enrique alzó la mano por delante de él dejándole con la palabra en la boca. A continuación volvieron a poner en marcha los magnetrones, movieron todo el conjunto a su posición inicial y cuando pararon, el vaso volvía a estar ahí. El Rector babeaba.

    —Creemos que se trata de un agujero de gusano —dijo Boada—. No sabemos qué hay al otro lado. Nuestra intención es enviar un robot con una cámara y algunas herramientas que le permitan recoger muestras.
    —Cuente con ello —dijo el Rector, aún atónito por lo que acababa de presenciar—. Reúna a los mejores y prepare un proyecto detallado. Lo firmaré.
    —De acuerdo —dijo Enrique—. Creo que lo llamaré “El efecto de las microondas sobre…”
    —¿Sobre qué? —preguntó el Rector.
    —Cuando lo sepamos lo completaré —contestó Enrique señalando los magnetrones.

    El Rector había utilizado esa expresión para rechazar su proyecto original, pero era obvio que no lo recordaba. La venganza de Enrique resultó agridulce. Aun así decidió usar la expresión para nombrar el proyecto.

    En los días posteriores recogieron muestras, realizaron medidas y examinaron las imágenes del otro lado. Era un paraje yermo y frío de gran extensión. Encontraron sílice, hierro, yeso y feldespato. Nada de agua. Parecía tener una atmósfera, aunque no sabían si sería respirable. Contenía oxígeno en abundancia, pero también una cantidad muy elevada de partículas de sílice en suspensión. Era hora de la segunda fase: mandar un ser vivo.
    El objetivo era doble: comprobar que fuera seguro tanto atravesar el agujero de gusano como permanecer al otro lado. Eureka, una cobaya blanca con manchas negras, estuvo allí dos horas. No se aburrió; gran parte de la manzana volvió en su estómago. Después de examinarla y comprobar que estaba en perfectas condiciones dieron paso a la tercera fase: enviar seres humanos.
    Los afortunados fueron un geólogo, Raúl, y una bióloga, Marta. Las conclusiones que sacaron eran prometedoras. Sin duda se trataba de un planeta con atmósfera respirable, muy similar a la Tierra. La temperatura estaba por debajo de los cero grados. Raúl supuso que era debido a la nube de polvo que se acumulaba densamente en las capas más altas, ya que había luz, y eso sólo podía significar una cosa: había un sol ahí fuera. De los periodos de luz se podía deducir una rotación, de una duración también muy similar a la de La Tierra. No podían estimar el tiempo exacto porque la luz era demasiado tenue, y el polvo producía mucha reflexión, lo que dificultaba identificar el momento exacto en el que el Sol desaparecía en el horizonte y hacer los cálculos. Marta encontró estrías que mordían el terreno y dedujo que se trataba de cicatrices provocadas por corrientes de agua. Recogió muestras cerca de los surcos, pero al analizarlas no encontró ni rastro de organismos biológicos. Ambos coincidieron en que sería necesario volver con vehículos y explorar más lejos. Esta opinión, consensuada por el equipo al completo, dio paso a la cuarta fase: enviar vehículos.
    Nadie había imaginado que las condiciones en el otro lado serían tan favorables y no pensaron que llegarían a una cuarta fase. El proyecto estaba resultando un éxito. Tanto que no hubo otros. Acaparó todos los recursos de la universidad, tanto económicos como de personal. Todos los científicos estaban involucrados, incluso contactaron con especialistas de fuera para cubrir algunas carencias, sobre todo científicos de campo. El laboratorio era importante, sí: cálculos, teorías, ensayos; un trabajo de incalculable valor. Pero trabajar sobre el terreno era distinto. Los conocimientos científicos eran importantes, pero en ocasiones había que descender una sima de varias decenas de metros haciendo rápel, o acceder a zonas cientos de kilómetros lejos de la civilización y cualquier cosa construida por esta. El manejo de vehículos de todo tipo se consideraba obligatorio dependiendo de en qué lugar del planeta estuvieras estudiando lo que fuera que estudiases.
    Dos vulcanólogos invitados a participar en el proyecto cruzaron con sendos quads cargados de equipo. Recorrieron 50 kilómetros antes de dar la vuelta por falta de autonomía. No encontraron nada, únicamente desierto, así que sacrificaron el equipo y cargaron los quads con depósitos de combustible para poder explorar más lejos. La segunda vez recorrieron casi 300 kilómetros cuando llegaron a una pared de varios cientos de metros de altura. Estaban en un cráter gigantesco. La noticia conmocionó a todo el equipo. Podría tratarse de una extinción en masa, si es que el planeta alguna vez albergó vida, provocada por la colisión de un asteroide de, al menos, tres veces el tamaño del que extinguiese a los dinosaurios hacía 65 millones de años. Necesitaban saber qué había más allá del cráter. Necesitaban un pájaro. Planificaron e iniciaron una quinta fase: sobrevolar la zona.
    Una vez en el otro lado, el helicóptero despegó. Cuando estuvo lo suficientemente alto, Marta, la bióloga, y el piloto, un geólogo invitado, pudieron ver el centro del impacto, del que nacían todas las estrías que, evidentemente, no eran marcas de corrientes de agua. Marta lo asumió, pero no perdió la esperanza. El paisaje fuera del cráter era desolador. Nada. La más absoluta nada, lo que no era de extrañar teniendo en cuenta el tamaño del asteroide. El calor generado en la colisión tuvo que evaporarlo todo en miles de kilómetros a la redonda, en décimas de segundo. Cuando informaron de sus observaciones, el equipo tuvo que tomar una decisión. El dinero se acababa y los recursos también. Si querían llegar más lejos debían contar con apoyo militar. El ejército planificó su propia hoja de ruta y puso en marcha la sexta fase: colonizarlo.
    El laboratorio de la universidad era grande, pero no lo suficiente. El proyecto se trasladó a un hangar cercano a la universidad. Allí, el profesor Serra construyó un magnetrón que pudiera contener toneladas de material. Luego construyó otro para contener al primero. En las primeras pruebas de funcionamiento detectó fluctuaciones de energía anormales y una decena de picos que se salían de los gráficos de medición. Algo no le gustaba. Las sospechas que tenía le llevaron a estudiar todos los informes que habían elaborado sobre el otro lado desde que comenzara el proyecto. Tardó dos días en formular una teoría. No podía perder más tiempo, tenía que transmitírsela a los militares.
    Primero habló con el Rector, pensó que su autoridad respaldaría sus argumentos.
    «¿De verdad intenta convencer usted a esos tipos con un par de sospechas? Le deseo suerte», le había dicho. «Yo le deseo suerte a usted en las próximas elecciones al Rectorado», pensó él.

    Los militares no tenían fama de ser muy receptivos a ideas desarrolladas lejos de su Plana Mayor. No le defraudaron. El profesor insistió una y otra vez, les mostró datos, incluso hizo una simulación por ordenador de lo que podría ocurrir. Todo en vano.

    —¿Energía, dice? —fue el discurso del General al mando— Nosotros le diremos a esa energía en qué queremos que se transforme. ¿Y sabe qué? —el profesor lo miraba expectante—, que lo hará. Llevamos siglos manipulándola. ¿Cree que sería así si los simios a los que ustedes llaman antepasados se hubieran asustado al ver arder la madera por primera vez? ¿Acaso se hubiera inventado la máquina de vapor si los romanos no hubieran explotado el carbón sin importarles las consecuencias? ¿Y qué me dice de la energía nuclear? ¿No la utilizan usted y sus colegas ignorando sus residuos radiactivos? Ahora seré yo quién ignore sus picos de energía. El proyecto sigue adelante. Mañana  a las doce en punto iniciaremos la colonización y haremos historia. Espero verle ahí.

    No hubo turno de réplica. El profesor regresó al campus, subió a su despacho y empezó a llenar folios con números y ecuaciones. Tenía que encontrar pruebas tangibles, algo que ni siquiera los militares pudieran ignorar. Estaba tan absorto que no se dio cuenta de que alguien había entrado y se había sentado frente a él.

    —Por fin te encuentro —dijo una voz femenina—. Eres muy escurridizo, ¿lo sabías?
    —¡Nuria! —se sorprendió al verla—. ¿Pero qué estás haciendo aquí?
    —Bueno, me he enterado de tu pequeño proyecto y quería darte la enhorabuena —empezó a decir. Levantó la mano para dejar con la palabra en la boca a Enrique y continuó—. Hasta ahí lo bueno —frunció el ceño.
    —No entiendo —dijo Enrique contrariado.
    —¿Quién es Marta y por qué está ocupando mi puesto?
    —¡Oh!, se trata de eso. Sabes de sobra que eras la primera de mi lista, pero te acaban de operar de ese cáncer…
    —De útero —interrumpió ella—. Me lo quitaron hace seis meses. Estoy bien.
    —Bueno, pensé que…
    —¿Que querría ver telenovelas y preparar magdalenas?—volvió a interrumpir—. ¿O tal vez viajar y hacerme estúpidas fotos al pie de cada monumento que me encuentre?
    —Supongo que no… —dijo Enrique taciturno mientras las palabras de su amiga se repetían en su cabeza—. ¡Lo tengo! —gritó excitado.
    —¿Qué es lo que tienes? ¿De qué va esto?
    —Una foto, necesito una foto. Tengo que ir al otro lado y sacar una foto cenital del cráter —le explicó—. La superpondré en un mapa y se lo mostraré.
    —¿Una foto? ¿Un mapa? ¿De qué demonios hablas?
    —Estuviste en Honduras, ¿verdad? —ella asintió—. ¿Sabes pilotar un helicóptero?
    —Helicópteros, aeroplanos…
    —Suficiente —interrumpió Enrique. La agarró del brazo y tiró de ella—. ¡Vamos!, ya formas parte del proyecto.

    Corrieron al laboratorio, pusieron en marcha los magnetrones con el temporizador en cinco minutos y subieron al helicóptero, que aún seguía allí. Eso les daría tiempo a despegar. Cuando estuvieron lo suficientemente alto, Enrique sacó una cámara e hizo una fotografía.

    —No lo entiendo, ¿qué es lo que ocurre? —gritó Nuria por encima del ruido.
    —Las estrías —gritó también Enrique—. Al principio no lo vimos porque el laboratorio debe quedar por allí —señaló abajo—. Pero han trasladado el proyecto a un hangar situado a unos dos kilómetros al oeste. Más o menos allí —volvió a señalar.
    —Pero ahí es dónde convergen.
    —Exacto. No hemos abierto un agujero de gusano a otro planeta, sino al futuro. Estamos en la Tierra. Y eso de ahí no es la huella de un asteroide, es la huella de una explosión —Nuria gesticuló extrañada—. Los magnetrones.
    —De acuerdo —gritó ella asustada—. Volvamos con esa foto cuanto antes.

    No volvieron. No había nadie al otro lado para poner en marcha los magnetrones. Su única esperanza era estar equivocados y que a las doce en punto del día siguiente se abriese el agujero de gusano que el General le había prometido. Eso tampoco ocurrió.

    —¿Sabes? –empezó a decir Enrique—, creo que ya puedo completarlo.
    —¿A qué te refieres? —preguntó Nuria.
    —Al nombre del proyecto. Lo llamé “El efecto de las microondas sobre…”, esperando descubrir sobre qué, a este lado del agujero.
    —¿Y lo has descubierto ahora?
    —Ahora mismo, pero no está a este lado. Se quedó allí.
    —¿Y…? —le instó ella moviendo la cabeza.
    —La soberbia. Lo llamaré “El efecto de las microondas sobre la soberbia”
    —¿Ah, sí? ¿Y qué efecto tienen las microondas sobre la soberbia?
    —¿No es obvio? —dijo Enrique con cierto sabor agridulce—. Tú y yo. Los únicos humanos en el planeta. La esperanza de la especie.
    —No lo pillo.
    —Ironía.
    —¡Ah! Es verdad.

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