—¡Oh!, no, profesor,
se lo suplico. Si lo que va a decir usted a continuación contiene la expresión
“el efecto de las microondas sobre…”, ahórreselo —se anticipó el Rector dejando
con la palabra en la boca al profesor Serra.
—Pero es mi
especialidad —contestó este contrariado.
—Si, bueno.
Pues búsquese otra especialidad. Tengo un archivo lleno de estudios sobre los
efectos de las microondas en todo tipo de cosas, a cuál más inútil, ¡maldita
sea! —dijo señalando un mueble de considerable tamaño a su derecha—. A esta
Universidad no le sobra el dinero… —hizo una pausa y se frotó los ojos—. No me
lo ponga más difícil, sabe que firmaría estos papeles si pudiera —señaló de
nuevo—, pero no me llega el presupuesto para todos. Financiaremos la mitad este
año, así que apresúrese y presente algo que lo merezca antes de que termine la
semana.
—¿Estás bien,
Enrique? —le preguntó su compañero, el profesor Boada, que salía de un aula
seguido de una procesión de alumnos.
—Sí, sí. Es
que vengo del despacho del Rector.
—Y se ha
cargado tu proyecto —dijo Boada poniendo una mano sobre su hombro.
—¿Qué? ¿Y tú
cómo sabes eso? —preguntó Enrique sorprendido.
—Bueno, tu
cara habla alto y claro, y eso de la papelera se parece bastante a un proyecto.
Pero además está el hecho de que los ha rechazado todos.
—¿Bromeas?
¿Todos?
—Todos, uno
detrás de otro —dijo Boada gesticulando con las manos—. Este año lo tenemos
complicado. Algunos estamos pensando en unir recursos.
—Unir recursos
—repitió taciturno—. Pues no es mala idea.
—No lo es.
¿Vas a comer? —Enrique negó con la cabeza—. ¡Venga!, invito yo. Y te pongo al
día sobre la iniciativa.
—¿Sabes que
me debes… espera —hizo memoria—, 17 almuerzos, verdad?
—Ahora serán
16 —dijo Boada rodeando su cuello con el brazo y tirando de él.
La idea era
sencilla. No había presupuesto para cubrir la financiación de todos los estudios;
la mitad serían desechados. Eso supondría que la mitad de los científicos sólo
darían clases ese año, viendo su carrera peligrosamente estancada. Nadie podía
saber si su proyecto sería mejor que el de sus compañeros y tampoco querían
competir entre sí, así que decidieron juntarse de dos en dos, de tres en tres o
de cuatro en cuatro, y presentar proyectos que englobasen las especialidades de
todos los componentes de cada grupo.
—Todavía
estamos formando los grupos. Te apuntas, ¿no? —dijo Boada. Abrió la puerta de
la cafetería y saludó a algunos de sus compañeros, que ya arrastraban la
bandeja por el carril y la llenaban de platos—. Mira, ahí están.
—Es una
buena iniciativa, muy solidaria, pero ¿no crees que será un poco complicado
diseñar proyectos tan concretos? —reflexionó Enrique pensativo—. Por no hablar
de que serán bastante más caros, seguro.
—Lo serán.
Pero todo eso lo calcularemos y modificaremos los grupos en consecuencia. No te
preocupes, todo se ajustará a la perfección, somos científicos, ¿recuerdas? —le
dio una palmadita en el hombro y cogió una bandeja para ponerse a la cola,
detrás de sus colegas—. Enrique se apunta chicos.
—Fantástico.
No sé cómo vamos a encajar todo esto en uno o dos proyectos —dijo Mario
señalándolos a todos con un movimiento del dedo—, pero me alegro de que estemos
de acuerdo, aunque fracasemos.
—Me encanta tu optimismo —dijo alguien,
seguido del cometario de alguien más y seguido de una conversación general en
la que no estaba claro quién hablaba con quién.
—¿Es que
esto no avanza? —gritó Raúl—. Algunos tenemos cosas importantes que hacer.
—¿Más importantes
que comer? —contestó Ernesto, el Cazador. Nadie que conociese su especialidad,
Astrofísica, confundiría el significado de ese apelativo; estaba tan gordo que
lo único que podía cazar eran exoplanetas desde el mullido sillón del observatorio—.
Supongo que estás hablando de una mujer.
—Eso no
sería importante, sino insólito —apuntó Boada. Todos rieron.
—Raúl tiene
razón —dijo el profesor Cuevas—, ¿por qué no avanza esto?
—Es que hoy
hay tarta de manzana y todo el mundo la quiere caliente —contestó Mario—.
Podrías traer uno de esos magnetrones tuyos Enrique.
—Y meter el
microondas en el microondas —añadió Ernesto—. No es mala idea, ¿qué crees que
ocurriría? —preguntó girándose hacia Enrique.
—«Un
microondas dentro de un microondas. Interesante, pero, ¿cómo no se me había
ocurrido antes en todos estos años?» —pensó sin decir ni una palabra.
—¡Vaya!, el
gran experto en microondas no sabe la respuesta —dijo Lidia bromeando.
«Un
microondas dentro de un microondas. Necesito saberlo», seguía pensando. Dio
media vuelta, abandonó la bandeja a medio llenar y caminó hacia la puerta. «Lo
haré. Lo haré ahora mismo».
—¡Oh,
venga!, ¿por qué has tenido que decir eso, ya sabes cómo es —le reprochó Boada—
¡Enrique! —gritó. No obtuvo respuesta—. ¡De acuerdo, pero esta cuenta, te debo
16!
Los gritos
no le detuvieron. Abrió la puerta y se
alejó lentamente, más despacio que su mente, que ya estaba en el laboratorio
haciendo cálculos.
Dos días
después el profesor Serra cruzó el campus con pasos largos y rápidos, entró en
el pabellón de las aulas y subió hasta el despacho del Rector. Golpeó la puerta
con los nudillos y no esperó respuesta. Entró.
—¡Maldita
sea! ¿Es que no ve que estoy reunido? —gritó el Rector indignado.
El profesor
anduvo de un lado al otro del pasillo, nervioso. Diez minutos más tarde el
Rector salió de su despacho junto a dos hombres. Los despidió y se acercó a
Enrique dispuesto a gritar de nuevo, pero éste empezó a hablar antes.
—Lo siento
—se disculpó por la interrupción—, pero tiene que verlo. Acompáñeme.
—¿Acompañarle? ¿Adónde?
—Al
laboratorio. Es importante —insistió. El Rector le miró dubitativo.
—Espero que
lo sea —dijo al fin cerrando la puerta de su despacho con llave—. Soy un hombre
muy ocupado.
En el
laboratorio les esperaban Boada, Ernesto y Mario. En una gran mesa Enrique
había montado un magnetrón que, a su vez, contenía otro magnetrón de menores
dimensiones. En su interior había un vaso con café.
—¿Qué es
todo esto? —preguntó el Rector, extrañado.
—Ahora lo
verá —dijo Enrique—. Enciéndelo —ordenó.
Boada
manipuló un par de potenciómetros y el magnetrón más pequeño se puso en marcha.
—Escuche, ya
sé que si meto un café frío en un microondas, sale caliente —dijo el Rector con
desdén.
—Espere
—contestó Enrique haciendo un gesto con el dedo.
Boada
manipuló otro par de potenciómetros y el magnetrón más grande se puso en
marcha. Tres segundos después el vaso de café desapareció. Cuando los
magnetrones pararon el vaso apareció de nuevo.
—De acuerdo,
acaba de ganarse usted un cheque —balbuceó el Rector sin parpadear—. Pero no
puede publicar nada hasta que yo lo diga. No quiero que el ejército se presente
aquí. Usted ve aplicaciones en medicina y esos tipos sólo ven un arma mejor que
las que ya tienen.
—No le sigo
—dijo Ernesto contrariado.
—Bueno, esta
cosa hace desaparecer los objetos, los hace invisibles, o los descompone a
nivel molecular para luego recomponerlos. No hace falta ser muy listo para
darse cuenta de que el ejército estaría muy interesado…
—No es lo
que cree —le interrumpió Enrique—. Se lo mostraré.
Hizo un
gesto y Boada volvió a poner en marcha los magnetrones. El vaso desapareció.
Enrique se acercó a una palanca y la activó. Todo el conjunto: los magnetrones
y la mesa en la que estaban montados; se movió sobre un carril unos centímetros
a la izquierda. Cuando los magnetrones pararon el vaso no estaba. El Rector
quiso hablar, pero Enrique alzó la mano por delante de él dejándole con la
palabra en la boca. A continuación volvieron a poner en marcha los magnetrones,
movieron todo el conjunto a su posición inicial y cuando pararon, el vaso
volvía a estar ahí. El Rector babeaba.
—Creemos que
se trata de un agujero de gusano —dijo Boada—. No sabemos qué hay al otro lado.
Nuestra intención es enviar un robot con una cámara y algunas herramientas que
le permitan recoger muestras.
—Cuente con
ello —dijo el Rector, aún atónito por lo que acababa de presenciar—. Reúna a
los mejores y prepare un proyecto detallado. Lo firmaré.
—De acuerdo
—dijo Enrique—. Creo que lo llamaré “El efecto de las microondas sobre…”
—¿Sobre qué?
—preguntó el Rector.
—Cuando lo
sepamos lo completaré —contestó Enrique señalando los magnetrones.
El Rector
había utilizado esa expresión para rechazar su proyecto original, pero era
obvio que no lo recordaba. La venganza de Enrique resultó agridulce. Aun así
decidió usar la expresión para nombrar el proyecto.
En los días posteriores recogieron muestras,
realizaron medidas y examinaron las imágenes del otro lado. Era un paraje yermo
y frío de gran extensión. Encontraron sílice, hierro, yeso y feldespato. Nada
de agua. Parecía tener una atmósfera, aunque no sabían si sería respirable.
Contenía oxígeno en abundancia, pero también una cantidad muy elevada de
partículas de sílice en suspensión. Era hora de la segunda fase: mandar un ser
vivo.
El objetivo
era doble: comprobar que fuera seguro tanto atravesar el agujero de gusano como
permanecer al otro lado. Eureka, una cobaya blanca con manchas negras, estuvo allí
dos horas. No se aburrió; gran parte de la manzana volvió en su estómago.
Después de examinarla y comprobar que estaba en perfectas condiciones dieron
paso a la tercera fase: enviar seres humanos.
Los
afortunados fueron un geólogo, Raúl, y una bióloga, Marta. Las conclusiones que
sacaron eran prometedoras. Sin duda se trataba de un planeta con atmósfera
respirable, muy similar a la Tierra. La temperatura estaba por debajo de los
cero grados. Raúl supuso que era debido a la nube de polvo que se acumulaba densamente
en las capas más altas, ya que había luz, y eso sólo podía significar una cosa:
había un sol ahí fuera. De los periodos de luz se podía deducir una rotación, de
una duración también muy similar a la de La Tierra. No podían estimar el tiempo
exacto porque la luz era demasiado tenue, y el polvo producía mucha reflexión,
lo que dificultaba identificar el momento exacto en el que el Sol desaparecía
en el horizonte y hacer los cálculos. Marta encontró estrías que mordían el
terreno y dedujo que se trataba de cicatrices provocadas por corrientes de agua.
Recogió muestras cerca de los surcos, pero al analizarlas no encontró ni rastro
de organismos biológicos. Ambos coincidieron en que sería necesario volver con
vehículos y explorar más lejos. Esta opinión, consensuada por el equipo al
completo, dio paso a la cuarta fase: enviar vehículos.
Nadie había
imaginado que las condiciones en el otro lado serían tan favorables y no
pensaron que llegarían a una cuarta fase. El proyecto estaba resultando un
éxito. Tanto que no hubo otros. Acaparó todos los recursos de la universidad,
tanto económicos como de personal. Todos los científicos estaban involucrados,
incluso contactaron con especialistas de fuera para cubrir algunas carencias,
sobre todo científicos de campo. El laboratorio era importante, sí: cálculos,
teorías, ensayos; un trabajo de incalculable valor. Pero trabajar sobre el
terreno era distinto. Los conocimientos científicos eran importantes, pero en
ocasiones había que descender una sima de varias decenas de metros haciendo
rápel, o acceder a zonas cientos de kilómetros lejos de la civilización y
cualquier cosa construida por esta. El manejo de vehículos de todo tipo se
consideraba obligatorio dependiendo de en qué lugar del planeta estuvieras
estudiando lo que fuera que estudiases.
Dos
vulcanólogos invitados a participar en el proyecto cruzaron con sendos quads
cargados de equipo. Recorrieron 50 kilómetros antes de dar la vuelta por falta
de autonomía. No encontraron nada, únicamente desierto, así que sacrificaron el
equipo y cargaron los quads con depósitos de combustible para poder explorar
más lejos. La segunda vez recorrieron casi 300 kilómetros cuando llegaron a una
pared de varios cientos de metros de altura. Estaban en un cráter gigantesco. La
noticia conmocionó a todo el equipo. Podría tratarse de una extinción en masa,
si es que el planeta alguna vez albergó vida, provocada por la colisión de un
asteroide de, al menos, tres veces el tamaño del que extinguiese a los
dinosaurios hacía 65 millones de años. Necesitaban saber qué había más allá del
cráter. Necesitaban un pájaro. Planificaron e iniciaron una quinta fase:
sobrevolar la zona.
Una vez en
el otro lado, el helicóptero despegó. Cuando estuvo lo suficientemente alto,
Marta, la bióloga, y el piloto, un geólogo invitado, pudieron ver el centro del
impacto, del que nacían todas las estrías que, evidentemente, no eran marcas de
corrientes de agua. Marta lo asumió, pero no perdió la esperanza. El paisaje
fuera del cráter era desolador. Nada. La más absoluta nada, lo que no era de
extrañar teniendo en cuenta el tamaño del asteroide. El calor generado en la
colisión tuvo que evaporarlo todo en miles de kilómetros a la redonda, en
décimas de segundo. Cuando informaron de sus observaciones, el equipo tuvo que
tomar una decisión. El dinero se acababa y los recursos también. Si querían
llegar más lejos debían contar con apoyo militar. El ejército planificó su
propia hoja de ruta y puso en marcha la sexta fase: colonizarlo.
El
laboratorio de la universidad era grande, pero no lo suficiente. El proyecto se
trasladó a un hangar cercano a la universidad. Allí, el profesor Serra
construyó un magnetrón que pudiera contener toneladas de material. Luego
construyó otro para contener al primero. En las primeras pruebas de
funcionamiento detectó fluctuaciones de energía anormales y una decena de picos
que se salían de los gráficos de medición. Algo no le gustaba. Las sospechas
que tenía le llevaron a estudiar todos los informes que habían elaborado sobre
el otro lado desde que comenzara el proyecto. Tardó dos días en formular una
teoría. No podía perder más tiempo, tenía que transmitírsela a los militares.
Primero
habló con el Rector, pensó que su autoridad respaldaría sus argumentos.
«¿De verdad
intenta convencer usted a esos tipos con un par de sospechas? Le deseo suerte»,
le había dicho. «Yo le deseo suerte a usted en las próximas elecciones al
Rectorado», pensó él.
Los
militares no tenían fama de ser muy receptivos a ideas desarrolladas lejos de
su Plana Mayor. No le defraudaron. El profesor insistió una y otra vez, les
mostró datos, incluso hizo una simulación por ordenador de lo que podría
ocurrir. Todo en vano.
—¿Energía,
dice? —fue el discurso del General al mando— Nosotros le diremos a esa energía en
qué queremos que se transforme. ¿Y sabe qué? —el profesor lo miraba
expectante—, que lo hará. Llevamos siglos manipulándola. ¿Cree que sería así si
los simios a los que ustedes llaman antepasados se hubieran asustado al ver
arder la madera por primera vez? ¿Acaso se hubiera inventado la máquina de
vapor si los romanos no hubieran explotado el carbón sin importarles las
consecuencias? ¿Y qué me dice de la energía nuclear? ¿No la utilizan usted y
sus colegas ignorando sus residuos radiactivos? Ahora seré yo quién ignore sus
picos de energía. El proyecto sigue adelante. Mañana a las doce en punto iniciaremos la colonización
y haremos historia. Espero verle ahí.
No hubo
turno de réplica. El profesor regresó al campus, subió a su despacho y empezó a
llenar folios con números y ecuaciones. Tenía que encontrar pruebas tangibles,
algo que ni siquiera los militares pudieran ignorar. Estaba tan absorto que no
se dio cuenta de que alguien había entrado y se había sentado frente a él.
—Por fin te
encuentro —dijo una voz femenina—. Eres muy escurridizo, ¿lo sabías?
—¡Nuria! —se
sorprendió al verla—. ¿Pero qué estás haciendo aquí?
—Bueno, me he enterado de tu pequeño proyecto
y quería darte la enhorabuena —empezó a decir. Levantó la mano para dejar con
la palabra en la boca a Enrique y continuó—. Hasta ahí lo bueno —frunció el
ceño.
—No entiendo
—dijo Enrique contrariado.
—¿Quién es
Marta y por qué está ocupando mi puesto?
—¡Oh!, se
trata de eso. Sabes de sobra que eras la primera de mi lista, pero te acaban de
operar de ese cáncer…
—De útero
—interrumpió ella—. Me lo quitaron hace seis meses. Estoy bien.
—Bueno,
pensé que…
—¿Que
querría ver telenovelas y preparar magdalenas?—volvió a interrumpir—. ¿O tal
vez viajar y hacerme estúpidas fotos al pie de cada monumento que me encuentre?
—Supongo que
no… —dijo Enrique taciturno mientras las palabras de su amiga se repetían en su
cabeza—. ¡Lo tengo! —gritó excitado.
—¿Qué es lo
que tienes? ¿De qué va esto?
—Una foto,
necesito una foto. Tengo que ir al otro lado y sacar una foto cenital del
cráter —le explicó—. La superpondré en un mapa y se lo mostraré.
—¿Una foto?
¿Un mapa? ¿De qué demonios hablas?
—Estuviste
en Honduras, ¿verdad? —ella asintió—. ¿Sabes pilotar un helicóptero?
—Helicópteros, aeroplanos…
—Suficiente
—interrumpió Enrique. La agarró del brazo y tiró de ella—. ¡Vamos!, ya formas
parte del proyecto.
Corrieron al
laboratorio, pusieron en marcha los magnetrones con el temporizador en cinco
minutos y subieron al helicóptero, que aún seguía allí. Eso les daría tiempo a
despegar. Cuando estuvieron lo suficientemente alto, Enrique sacó una cámara e
hizo una fotografía.
—No lo
entiendo, ¿qué es lo que ocurre? —gritó Nuria por encima del ruido.
—Las estrías
—gritó también Enrique—. Al principio no lo vimos porque el laboratorio debe
quedar por allí —señaló abajo—. Pero han trasladado el proyecto a un hangar
situado a unos dos kilómetros al oeste. Más o menos allí —volvió a señalar.
—Pero ahí es
dónde convergen.
—Exacto. No
hemos abierto un agujero de gusano a otro planeta, sino al futuro. Estamos en la
Tierra. Y eso de ahí no es la huella de un asteroide, es la huella de una
explosión —Nuria gesticuló extrañada—. Los magnetrones.
—De acuerdo
—gritó ella asustada—. Volvamos con esa foto cuanto antes.
No
volvieron. No había nadie al otro lado para poner en marcha los magnetrones. Su
única esperanza era estar equivocados y que a las doce en punto del día
siguiente se abriese el agujero de gusano que el General le había prometido.
Eso tampoco ocurrió.
—¿Sabes?
–empezó a decir Enrique—, creo que ya puedo completarlo.
—¿A qué te
refieres? —preguntó Nuria.
—Al nombre
del proyecto. Lo llamé “El efecto de las microondas sobre…”, esperando
descubrir sobre qué, a este lado del agujero.
—¿Y lo has
descubierto ahora?
—Ahora
mismo, pero no está a este lado. Se quedó allí.
—¿Y…? —le
instó ella moviendo la cabeza.
—La
soberbia. Lo llamaré “El efecto de las microondas sobre la soberbia”
—¿Ah, sí? ¿Y
qué efecto tienen las microondas sobre la soberbia?
—¿No es obvio?
—dijo Enrique con cierto sabor agridulce—. Tú y yo. Los únicos humanos en el planeta.
La esperanza de la especie.
—No lo
pillo.
—Ironía.
—¡Ah! Es
verdad.
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