lunes, 26 de diciembre de 2016

¡Corre, Dormutador, corre!


            Disfrutaba del sol como si no lo hubiera visto jamás. Calidez y paz, todo cuanto deseaba en ese momento. Había pasado los últimos días entre tormentas de ventisca y nieve, y animales muy raros que parecían querer comérselo, cosa que no se molestó en comprobar. Anduvo varios kilómetros por aquel lugar y, cuando la soledad empezaba a ser mala compañera de viaje, unos gritos llamaron su atención: una familia de montañeros, un padre y dos hijos, se afanaban en espantar a un felino del tamaño de dos elefantes y colmillos exageradamente largos, que había olido la sangre de las presas que estos acababan de cazar. Al parecer le tenía miedo a los sonidos agudos. Sin mediar una palabra, David dio dos saltos, se unió al grupo de tres y los cuatro silbaron como cinco. Muy fuerte y muy agudo. El animal renunció a desayunar y desapareció entre la maleza. Nadie dijo nada, solo recogieron las presas y siguieron su camino hasta una cabaña en lo alto de la colina. David los acompañó. Dentro esperaban dos mujeres: la madre y otra hija. Tampoco hablaron, añadieron un plato, un vaso y un cubierto a la mesa y empezaron a cocinar una de las piezas que habían cazado. Los tres hombres se sentaron al calor del hogar y bebieron licor para facilitarle el trabajo al fuego. David se sentó junto a ellos y el calor desplazó el frío de su rostro. Sus ojos, agradecidos, se cerraron.
            —¿Quieres? —dijo el mayor de los muchachos mostrándole la botella de licor.
            —No, gracias —contestó David. La botella, que había conocido tiempos mejores o, al menos, más transparentes, no le inspiraba demasiada confianza sobre su contenido—. ¿Y cómo lo conseguís? —preguntó.
            —¿El qué? —dijo el mayor.
            —¿El licor? —preguntó el padre.
            —¿Que cómo hacéis para vivir... o mejor dicho, para sobrevivir en estas condiciones?
            Se miraron unos a otros desconcertados.
            —¿Qué condiciones? —dijo el padre encogiéndose de hombros.