martes, 22 de septiembre de 2015

Justopía


            Me pongo en pie para escuchar el veredicto. Lo de escuchar es un decir, un tecnicismo. En realidad será una comunicación visual. Los veinticuatro cilindros de metal que componen el jurado, dispuestos de forma teatral en tres filas de ocho, la segunda más alta que la primera y la tercera, pegada a la pared, más alta que la segunda, se iluminarán para mostrarlo. A pesar de que todas las pruebas son circunstanciales y no hay nada concluyente, nada que me incrimine, lo lógico cuando uno es inocente de lo que se le acusa, para mí se iluminarán en rojo. La presencia de tres individuos en la sala sentados juntos con sendos trajes de vivos colores: violeta, el de la derecha, verde, el del centro, y naranja, el de la izquierda, me lo ha anunciado en cuanto he entrado.
            ¿Mi pecado?: ser un cabo suelto. Sé quién es él.
            Él.
            Lo conocí en un taxi. Lo conducía él. Aquel día iba justo de tiempo a una fiesta a la que me habían invitado, uno de esos compromisos que no puedes eludir. No podía ir con la manos vacías, necesitaba llevar un regalo, un detalle de cortesía, y decidí pasar a comprarlo antes. Supuse que el taxi sería lo más rápido.
            —Al Corte Inglés de Serrano —dije—. ¿Puede darse prisa?, le daré propina.
            Él se giró sobre su cintura, apoyó el brazo derecho sobre su asiento y levantando una ceja inquisitoria exclamó:
            —¿Me pide que me salte las normas?¿Es eso?
            —Sí, es lo que le pido —contesté exhibiendo un billete de veinte euros entre los dedos índice y corazón.
            El tipo hizo un gesto de sorpresa y volvió a su postura natural frente al volante.
            —¿Sabe? —dijo poniendo el contador en marcha y acelerando—, estaba bromeando, siempre lo hago cuando me piden que me de prisa. Tendría usted que ver la cara que ponen algunos. Todos están pensando: «Sí, ¡joder!, eso es exactamente lo que quiero, no hagas como si nunca te las hubieras saltado». —Hizo una mala imitación de un tipo duro, el estándar, supongo—. Pero ninguno lo dice. Balbucean y se sonrojan como un niño pequeño al que acaban de pillar con la mano en el tarro de las galletas. Usted es el primero. Y encima me ofrece dinero, por lo menos está dispuesto a recompensarme. También es el primero en eso. —Hizo una pequeña pausa—. Quiero que sepa que me daré prisa, haré lo que pueda, esto es Madrid, pero no me voy a saltar las normas. Tampoco le voy a cobrar de más, así que guárdese ese billete a no ser que lo vaya a usar para pagarme la tarifa que marque el contador, esa sí que no se la perdono. Si no está de acuerdo puede bajarse ahora, no le cobraré la bajada de bandera.
            Miré el reloj, resoplé y le indiqué que continuara con la mano.
            —¿A qué se dedica? —preguntó él.
            —Perdone, pero no tengo un buen día y no quisiera pagarlo con usted. ¿Sería posible que esta conversación no tuviera lugar? —No era verdad. Las conversaciones en los taxis, en su mayoría, se reducían a tres temas: fútbol, coches y mujeres. Ninguno me interesaba.
            —¡Oh! Claro. Le entiendo, yo también tengo días malos. Le pido disculpas si he hablado demasiado. Antes había que sacarme las palabras a la fuerza, hay quien habría apostado por el autismo, sobre todo de pequeño, pero desde que llevo el taxi hace dos años, es como si me hubieran poseído... ¡Vaya! ya estoy otra vez, perdone —dijo hablándole a mi reflejo en el espejo retrovisor—. ¿Quiere que apague la radio?
            —Déjela.
            Manipuló los botones para subir el volumen y el parte de noticias fue lo único que se oyó durante unos minutos. El tipo aparentaba unos treinta años y solo llevaba dos con el taxi, eso me llamó la atención y me rondó la cabeza hasta que no pude más:
            —¿A qué se dedicaba antes?
            —¿Perdón? ¿Ha dicho algo? —dijo manipulando los botones de la radio de nuevo para atenuar el volumen.
            —Antes del taxi, ¿a qué se dedicaba? Es usted mayor para llevar solo dos años conduciéndolo, seguro que ha terminado en esto de rebote.
            —Algo de razón tiene. Verá, estudié ingeniería informática y empecé el doctorado. Hacía trabajos puntuales a empresas para poder pagarlo, un trabajo a jornada completa le hubiera robado demasiado tiempo a mi tesis, por aquel entonces lo más importante para mí. Entonces conocí a la que hoy es mi mujer y nos casamos. Ella tenía un buen trabajo, bien pagado, y me animó a terminar el doctorado, pero se quedó embarazada y, cuando nació nuestro hijo, resultó que su trabajo no estaba tan bien pagado. Los pañales son carísimos, ¿lo sabía? Son como agujeros negros que solo devoran euros. Ya había decidido dejar el doctorado y buscar trabajo cuando me surgió la oportunidad del taxi. Pensé: «Bueno, mientras lo conduzco busco de lo mío y cuando me salga, lo dejo». Y así llevo dos años. ¿Y usted, a qué se dedica?
            —Soy asesor. Del Gobierno.
            —Así que es usted uno de esos tropecientos asesores del presidente, ¿eh?
            —Del presidente en concreto, no, y reconozco que sobran unos cuantos, soy el primero al que no le gusta, ensombrece mi trabajo, pero créame, si tuviesen que reducir el número a los imprescindibles no me vería usted en la cola del paro al día siguiente.
            —Le creo.
            —¿De qué trataba su tesis? Ha dicho que era lo más importante. ¿La ha terminado?
            —Lo era, en ese momento. Ahora es la tercera cosa más importante. Primero está mi hijo, después mi mujer y en tercer lugar, la tesis.
            —¿Por delante del resto de su familia? Padres, hermanos...
            —De acuerdo, lo cuarto. Lo quinto si me apura —dijo con sorna.
            —Eso quiere decir que sigue con ella.
            —Sí, pero apenas le dedico tiempo. No lo tengo, cómo se lo voy a dedicar —se lamentó.
            —Hábleme de ella.
            —No quiero aburrirle. Además, ¿qué ha pasado con su mal día?
            —Le he mentido. Digamos que su conversación es atípica para un taxista.
            —¿Atípica?
            —Interesante.
            —De acuerdo —rió—, pero si le veo bostezar me ofenderé y protestaré con el silencio.
            —Le advierto que tengo algo de hambre y he dormido poco. No malinterprete mis bostezos —bromeé yo.
            —Descuide, no lo haré —dijo aún sonriendo—. Trata sobre la posibilidad o la necesidad, todavía no he decidido cómo lo voy a enfocar en ese sentido, de introducir la inteligencia artificial en el sistema de justicia.
            —Una idea audaz. Explíquese.
            —Creo que el factor humano no garantiza en absoluto la imparcialidad de la justicia. Imagine un caso en el que se juzga a un hombre que ha maltratado a una mujer. No digo que sea inocente, pero existe la posibilidad de que sea una denuncia falsa, por eso se celebra un juicio. Si le juzga un jurado compuesto solo por mujeres, se pondrán de parte de la víctima y sus cerebros buscarán excusas para no tener en cuenta las pruebas que exculpen al hombre. No lo harán a propósito, pero lo harán, es un hecho científico.
            —Eso es un poco sexista, ¿no le parece?
            Él sacudió la cabeza ligeramente y sonrió antes de hablar.
            —No se ha dado cuenta, ¿verdad?
            —¿Darme cuenta de qué?
            —Yo le planteo un problema serio en el sistema de justicia y usted ve sexismo. Y si no es sexismo es racismo. Y si no, xenofobia. Y si no, cualquier otro estigma social. Les tenemos tanto miedo que cuando los detectamos no nos atrevemos a mirar más allá, automáticamente nos ponemos a la defensiva. En ocasiones, incluso en contra de nuestros principios.
            —Pero usted está diciendo que por su condición de mujeres, no son capaces de ser objetivas. Diría que es hasta machista.
            —No lo digo yo, es un hecho. Lo mismo ocurriría si se juzga a una mujer que ha maltratado a un hombre y todos los miembros del jurado son varones. Tal vez lo vea más claro con este caso que es exactamente el mismo: Un hombre, que viste la camiseta del FC Barcelona, es juzgado por asesinar a otro, hincha del Real Madrid. El jurado se compone únicamente de hinchas del Real Madrid. No hay ninguna prueba que demuestre que el acusado estuviera siquiera en el lugar de los hechos. ¿Cuál cree que será el veredicto?
            —De acuerdo, puede que exista un sesgo, pero para eso hay un proceso de selección de los miembros que lo compondrán. Tanto el abogado defensor como el fiscal entrevistan a los candidatos y descartan a los que no son imparciales.
            —En la medida de lo posible —dijo.
            —Obviamente.
            —Porque si ninguno es imparcial no se buscan otros candidatos.
            —No.
            —Eso por una parte, por la otra, la mera existencia de ese proceso pone de manifiesto que existe el problema. Y en realidad no descartan a los que puedan resultar imparciales, siempre a su criterio, por supuesto. El proceso se creó para eso, pero un juicio es una batalla que hay que ganar, y la selección del jurado es un arma que, ni la defensa, ni el fiscal, pueden dejar a merced del otro. En realidad eligen a quienes creen que se decantarán por ellos. Siendo así, ¿quién cree que gana los juicios? ¿El que tiene la razón de su parte o el más hábil a la hora de elegir a los miembros del jurado?
            No dije nada. Tenía razón.
            —En todo caso, pierde la justicia —continuó él—. Y eso no es todo, los humanos somos influenciables. Un miembro del jurado se puede sentir atraído por la belleza de alguno de los letrados y procesar la información de manera que le beneficie, inconscientemente. O lo contrario, puede sentir rechazo por razones que van desde el aspecto físico hasta cualquier rasgo del carácter, por trivial que parezca, y procesar la información para que le perjudique.
            »Por no hablar de la posibilidad de influencias intencionadas como extorsiones, chantajes o algo tan simple como una compensación económica.
            —Para eso se mantiene aislado al jurado.
            —¿Y quién vigila al vigilante? ¿No es humano, igual que los miembros del jurado? ¿Acaso no está expuesto a las mismas influencias intencionadas?
            —Hay mucha gente honesta —dije no muy convencido.
            —La honestidad es el antídoto contra la corrupción, sí, y puede que contra el chantaje, ya que alguien honesto no tiene trapos sucios que airear, pero, ¿y la extorsión? ¿Y si secuestran a su familia? ¿Quién no cedería ante eso? Yo se lo diré: un hijoputa. Pero coincidirá conmigo en que, o bien hijoputa, o bien honesto, las dos en la misma persona, no. Y un hijoputa podría no ceder a la extorsión, pero ofrézcale dinero...
            —Y usted quiere sustituir al jurado por una máquina, ¿no es así?
            —No exactamente, pero sí, por inteligencia artificial.
            —¿Y cree que lo hará mejor? —pregunté.
            —¿Usted no?
            —No estoy tan convencido como lo está usted, eso desde luego.
            —Le escucho —dijo él después de una pausa.
            —Pues, para empezar, las máquinas no piensan: ejecutan un software y de ahí no se salen. ¿Inteligencia artificial? Creo que una palabra sobra en esa expresión y está claro que no hablamos de algo creado por la naturaleza.
            —Eso depende de cómo defina usted la inteligencia, pero hablemos de la capacidad de pensar de los humanos. Evidentemente lo hacemos, lo que nos permite juzgar las situaciones. Usted, por ejemplo, al subir al taxi, en una fracción de segundo ha procesado una cantidad importante de información, es decir, ha pensado y ha hecho un juicio de valor sobre mí. No se incomode —dijo condescendiente—, yo he hecho lo mismo con usted. Lo hacemos constantemente, es inevitable e imprescindible. Nos mantiene vivos.
            —¿Ah, sí? —exclamé con desdén.
            —Aunque no se lo crea, sí, así es. Al cruzar una carretera, por ejemplo. Usted mira a ambos lados y obtiene la información del flujo de vehículos y a qué velocidad circula cada uno de ellos. Procesa todos esos datos y juzga cómo y cuándo es seguro cruzar. La cuestión es: ¿el simple hecho de pensar garantiza que juzguemos adecuadamente una situación?
            —¿Adónde quiere llegar?
            —Imagine este escenario: dobla una esquina y encuentra a un tipo tumbado en el suelo y otro tipo está encima de él sosteniendo un cuchillo. Independientemente de que tenga usted más o menos arrojo y decida intervenir en la forma que sea, ¿cuál sería su juicio sobre lo que allí está ocurriendo?
            —Una pelea, eso está claro —expuse pensativo—. No sé, quizás el tipo del cuchillo quisiera robarle al otro y este se resistiera. Podría tratarse de un ajuste de cuentas. Tal vez el tipo del suelo se acueste con la mujer del tipo del cuchillo. O puede que solo se trate de un perturbado. ¿El motivo importa?
            —No, no importa. Suponga que interviene...
            —Tiene un cuchillo, no pienso hacerlo.
            —De acuerdo, este es un ejemplo de lo que le decía antes sobre la supervivencia, ha juzgado usted que la situación es peligrosa y decide mantenerse al margen. En otras palabras: su juicio le mantiene con vida. Pero haga uso de su imaginación, ponga un palo en sus manos. Uno contundente. Y benefíciese también de la ventaja de la sorpresa.
            —En ese caso me acerco por detrás y golpeo al tipo del cuchillo.
            —¿Sabe lo que habría contestado una máquina?
            —No, sáqueme de dudas.
            —Habría dicho: «No hay datos suficientes».
            —Eso demuestra que la capacidad de una máquina para juzgar es limitada. Yo, con menos datos, puedo hacerlo —dije haciendo gala de mi ignorancia.
            —Le diré lo que demuestra eso: que la máquina ha sido imparcial. Usted, no. ¿Y si de digo que el tipo tumbado era el agresor y que el del cuchillo había conseguido desarmarle e inmovilizarle para llamar a la policía?
            —Lo reconozco, es otra posibilidad.
            —Lo es, y usted no la ha tenido en cuenta. Ha juzgado, ha tomado una decisión y ha buscado hasta cuatro excusas para justificarla.
            —Está bien: máquinas, uno, humanos, cero. Pero, ¿qué me dice de los gestos, del comportamiento incoherente, de la voz temblorosa de alguien que miente, todas esas cosas que una persona puede detectar? ¿Podría una máquina?
            —Pues lo cierto es que sí. Pero déjeme aclararle antes que una voz temblorosa en un testigo, por ejemplo, puede deberse al miedo a hablar en público y no a que esté mintiendo. Nuevamente el juicio del jurado puede ser erróneo por una interpretación equivocada.
            —Estoy ansioso por conocer cómo lo haría una máquina. Consideraría todo un logro que pudiera simplemente hacerlo.
            —Puede, se lo prometo. El secreto está en el software que he desarrollado. Verá, el sistema que propongo en mi tesis consta de varios ordenadores, veinticuatro en concreto, independientes los unos de los otros. También de micrófonos y cámaras repartidos estratégicamente por la sala. Los ordenadores recibirían toda la información, visual y acústica, independientemente, y la tratarían de igual modo, sin comunicarse entre ellos. Su veredicto, por tanto, sería también independiente, es decir, que tendríamos veinticuatro veredictos.
            »El software es capaz de entender la información acústica e interpretarla... traducirla... No, traducirla, no —dijo dubitativo—. ¿Cómo explicarlo?
            —Usted quiere decir que ese software nos entiende cuando hablamos.
            —¡Sí, eso!, gracias. Pero, además, es capaz de detectar nerviosismo, miedo, ira, etc., en las vibraciones de la voz.
            —Interesante.
            —Sí. También analizará las imágenes de dos cámaras especiales, una que enfocará a las pupilas del acusado y otra que enfocará a las de los que declaren.
            —¿Por qué me suena eso de las pupilas? —interrumpí.
            —No es idea mía, la utilizó un escritor en una novela, tal vez la haya leído. O puede que haya visto su adaptación al cine, es una obra de culto: Blade Runner.
            —Me temo que no, o no lo recuerdo, al menos. ¿Qué interés tienen las pupilas?
            —Sus dilataciones y contracciones son actos reflejos que no se pueden controlar de ninguna forma. Se puede detectar si una persona miente por su reacción. Pero eso no es todo, mi software también puede detectar e interpretar microgestos...
            —¿Microgestos? —interrumpí de nuevo.
            —Toda una ciencia, créame. Puede usted poner cara de que algo le gusta cuando no es así, por aquello de la cortesía, ya sabe, pero antes de sonreír su cara mostrará el verdadero sentimiento que le produce lo que quiera que sea que tiene delante, durante un instante casi imperceptible para el ojo humano, no así para el artificial. Lo de micro es por la duración.
            —Entiendo. Vibraciones en la voz, pupilas, microgestos...
            —E imágenes térmicas. Algunas cámaras ofrecerán esta información. El software analizará la temperatura corporal de todos aquellos que sean relevantes.
            —No le preguntaré por las imágenes térmicas, me imagino la respuesta, pero, ¿cómo sabrá el software quién es relevante?
            —No es complicado. Con patrones monocromáticos pintados en el suelo. No lo he determinado todavía, pero podrían ser similares a los códigos de barras comerciales, por ejemplo.
            —¿Pintados en el suelo? No me queda claro.
            —A los pies del acusado, por ejemplo. Su sitio es fijo en la sala, y si no, se puede determinar que así sea.
            —Reconozco que así expuesto parece prometedor, ¿lo ha probado?
            —He hecho muchos test, sí. Funciona. —Pude ver el brillo en sus ojos a través del espejo—. Lo he probado, incluso, con casos en los que, después de declarar a los acusados culpables, años después se ha demostrado que eran inocentes. Sin la información de audio ni de vídeo, evidentemente, solo con los sumarios. En todos ellos las máquinas han llegado a la misma conclusión: inocente, por unanimidad.
            —¿De dónde ha sacado usted esos sumarios?
            —¿De verdad es eso lo que le llama la atención de todo esto?
            —De acuerdo, siga —dije con resignación.
            —El sistema no sería accesible, no dispondría de conexiones de ningún tipo. Solo podría comunicarse con los micrófonos y las cámaras mediante un protocolo inalámbrico desarrollado por mí, muy parecido al Bluetooth. Solo ellos lo usarán. Ni siquiera el juez podrá intervenir en sus procesos, su interactuación se limitará a presionar un botón cuando desee obtener el veredicto.  En ese momento los ordenadores se iluminarán en rojo, verde o azul: culpable, no culpable y «no hay datos suficientes», respectivamente.
            —Es brillante, lo admito, pero, ¿qué me dice del programador?
            —¿Yo?
            —Bueno, ¿no es obvio? Hasta donde sé, es usted una persona. ¿Y si hace algo para que los ordenadores actúen a su voluntad? Antes ha mencionado códigos monocromáticos para que reconozcan a las personas relevantes.
            —Pintados en el suelo, sí.
            —¿No sería posible que reconociesen esos patrones...? Espere —dije pensativo—. ¿Y si en vez de monocromáticos fuesen patrones de colores? ¿Podría ser?
            —Podría.
            —¿Y si esos patrones los forman personas con trajes de colores vivos sentados juntos en un orden determinado? ¿También podría ser?
            —Desde luego.
            —¿Podría darse el caso, entonces, de que los ordenadores lo detectaran, ignorasen la información del juicio y emitiesen un veredicto determinado que usted haya programado en sus líneas para ese patrón de colores en concreto? ¿Aunque contradiga las pruebas?
            —Supongo que sí. Pero, ¿por que querría hacer algo así?
            —Por codicia, ¿por qué si no? ¿Es usted codicioso?
            —Pues, si tengo que decirle la verdad, no me importaría tener un yate amarrado en Puerto Banús.
            —A mí tampoco, pero eso es ambición. La codicia es tener el yate y querer uno más grande.
            —Entonces tendrá usted que esperar a que tenga el primero para que pueda responder a eso.
            —No tenga prisa, he visto cómo el dinero corrompía a buenas personas. Personas que se vanagloriaban de ser diferentes. Que exhibían con orgullo su inmunidad al tacto del papel moneda. Pero lo que creían inmunidad resultó ser la cantidad incorrecta.
            —¿Insinúa que todo el mundo tiene un precio? ¿Usted también?
            Insinúo que no puedo decir lo contrario. Hasta hoy he permanecido incorrupto, pero, ¿se debe a mi honestidad o a que nadie me ha ofrecido la cantidad correcta? Ignoro si existe esa cantidad correcta para mí, pero puede que algún día, alguien, la escriba en una servilleta de papel y yo me la guarde en el bolsillo. Seré el primer sorprendido si eso ocurre, créame.
            —Le aseguro que la única forma de corromperme es que alguien suba ahí detrás y me ofrezca un gritón de euros. Si se da el caso ni siquiera preguntaré qué espera a cambio —dijo con sorna—. Parece que hemos llegado. —Detuvo el coche en doble fila y manipuló el contador—. Son quince con cuarenta y tres.
            —Claro —exclamé yo buscando en el bolsillo de la chaqueta—. No tendrá una tarjeta, ¿verdad?
            —Por supuesto. Puede pagar con Visa, American express...
            —No, no. Una tarjeta personal suya. Con su teléfono.
            —¿Bromea? En todos estos años es la primera vez que alguien me pide una, así que eso debería contestar a su pregunta.
            —¿Le importaría apuntármelo aquí? —dije ofreciéndole una de las mías por el reverso. Él me miró con recelo—. Me interesa su software. Le proporcionaré medios para que lo termine, si está de acuerdo —expliqué. El rostro se le iluminó, sacó un bolígrafo y garabateó—. Pero deje que le diga algo: Usted persigue una justicia imparcial, ciega, justa al fin y al cabo, como se la supone, pero si no elimina el factor humano de la ecuación, eliminarlo del todo, nunca lo será. Y eso es imposible. ¿Máquinas haciendo máquinas? Sí, ¿por qué no?, pero siempre habrá una primera máquina que de lugar a las demás, una que llevará el sello del Hombre en su código. Lo siento, me temo que su idea de la justicia es una utopía.
            Él levantó la cabeza, extendió el brazo para devolverme la tarjeta con su número de teléfono y exclamó con tono trascendental:
            —Justopía.
            —Me gusta —dije yo—. Es un buen nombre para su software. Úselo.
           
            Aun conociendo el veredicto no puedo evitar estremecerme cuando el color rojo ilumina la sala.
            Hoy le han quitado la venda de los ojos a la justicia y usarán su balanza para poner delitos en uno de los platos y dinero en el otro.

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