La recta se torna curva y aparece el brillo. Así imagino que será
viajar en el tiempo.
Me instan a entrar en la sala,
pero se quedan fuera. Hay una mesa y dos sillas, una a cada lado. Me siento en
una de ellas y espero. Las paredes son blancas, el suelo, el techo, blanco
impoluto. La mesa y las sillas de acero frío, la sala entera es fría. La luz es
intensa y abundante y blanca… fría. Desde luego, el conjunto no invita a una
estancia agradable. ¿Qué ha sido del por
favor, póngase cómodo? Supongo que esta no es una reunión amigosa.
La
puerta se abre. Un hombre con bata blanca entra y me examina con minuciosidad
desde la distancia. Camina hacia la otra silla sin quitarme el ojo de encima. Trae
una carpeta que deja caer sobre la mesa. Se sienta, abre la carpeta y escruta
su contenido detenidamente antes de hablar.
—Eduardo
Domènech Isern —dice leyendo en voz alta—. Veintinueve años. Natural de
Bergantes, provincia de Girona.
—Ese
soy yo —contesto.
—Hola,
Eduardo. ¿Sabes?, cuando tu naciste yo ya gastaba las suelas de mis zapatillas
por esas calles.
—¿Es
usted de Bergantes? —pregunto congratulado.
—Así
es, y según esto estudiamos en el mismo sitio, en el Ana María Matute —dice
examinando los papeles a fondo—. Aunque yo cursaba C.O.U. cuando tu empezaste
primero de E.G.B. Recuerdo al profesor Don Diego, de biología. Me pregunto si
todavía seguirá por allí. —Su voz denota una mezcla de nostalgia, cariño y
tristeza al hablar de Don Diego. Por un momento le brillan los ojos.
—Allí sigue, dando capones con
los nudillos. Me cepilló el pelo en más de una ocasión —digo rascándome la
cabeza y frunciendo el ceño.
—Soy
el doctor Rocamora, Eduardo —continúa él, esta vez sin leer. Me mira a los ojos
con gesto afable—. ¿Sabes dónde estás?
—Pues
creo que en el manicomio Rocamora. ¿Es usted el dueño de esto?
—Preferimos
el término: clínica mental, y no, no se llama así por mí, sino por la doctora
Rocamora —dice tomando unas notas.
—¿Su madre? —pregunto. Parece
molestarle.
—No, no es mi madre. No
somos familia, solo es una casualidad —dice tajante—. Continuemos, por favor.
¿Sabes por qué estás aquí?
—Porque
mi familia me ha traído. Es curioso, porque si añadimos una vaca a ese acto en
concreto da como resultado el adjetivo que mejor los describe: traidores.
—Tienes
mucha imaginación —dice tomando notas de nuevo—. Pero no me refería a eso, sino
al motivo por el que tu familia te ha ingresado.
—¿Porque
son gilipollas?
—¿Me
lo estás preguntando? —dice el doctor.
—La verdad es que no, pero si tuviera que preguntarlo,
desde luego sería a alguien de su profesión… ¿Es usted psicólogo o psiquiatra?
—Psiquiatra…
—¿Qué diferencia hay? —pregunto antes de que continúe.
—No estamos aquí para hablar de mí, Eduardo.
—No hace falta que conteste, conozco la respuesta. Los
psicólogos se meten en tu cabeza, toquetean lo que sea que toqueteen y te la
arreglan. Ustedes, los psiquiatras, prefieren que las drogas les hagan el
trabajo sucio. Un par de pirulas y se sientan a esperar. Son ustedes unos
camellos, pero en elegante, unos dromedarios. Esos son los que tienen una sola
joroba, ¿no?
—¿Eso crees que hacemos ahora? —dice el doctor
garabateando los papeles— ¿Recetarte pirulas?
—No —sentencio. Hago una pausa y continúo—. Está
valorando qué pirulas necesito. Luego me las recetará.
—Ya veo que no apruebas mis métodos, aún así, intentaré
ayudarte —dice. Mira sus notas—. Nos habíamos quedado en que tu familia te ha
traído aquí. ¿Conoces el motivo?
—Sí —digo escuetamente. Me frustra pensar en ello, me
siento impotente.
—¡Oh! ¿Y querrías compartirlo conmigo?
—Porque no me creen.
—De acuerdo, Eduardo. ¿Y que es lo que no creen
exactamente?
—Que voy a inventar la máquina del tiempo.
—Que vas a inventar —repite. Su bolígrafo enloquece—. No
que has inventado, sino que vas a inventar. ¿Puedes explicarme eso?
—¿El qué? Todavía no la he inventado, ¿que es lo que no
entiende?
—Ya veo —señala. Más anotaciones—. Así que la vas a
inventar. ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puede alguien saber lo que va a ocurrir en el
futuro, Eduardo?
—Inventando la máquina del tiempo, viajando al pasado y
haciéndoselo saber a sí mismo —digo sarcásticamente. Él sonríe.
—Esa es una buena razón. ¿De eso se trata? ¿Te has
visitado a ti mismo desde el futuro? —pregunta moviendo el bolígrafo con
habilidad sobre el papel.
—¿Me cree? —digo buscando una camaradería que no hallo.
—Ayúdame a hacerlo. Háblame de esa visita.
—Visitas, en realidad —explico. Eso estimula su muñeca y
escribe.
—Visitas —repite—. Entiendo. Háblame de ellas, por favor.
De la primera vez.
—¿La primera vez? La recuerdo como si hubiera sido ayer
mismo —empiezo a relatar—. Tenía diez años e íbamos de excursión con el
colegio. En el autobús, Pablo, uno de mis amigos de aquel entonces, encontró un
cigarrillo debajo del asiento y nos lo enseñó a Luis, otro amigo de la época, y
a mí. Él propuso que nos lo fumáramos, pero Luis se opuso. «Seguro que tiene
cáncer», dijo. Un aguafiestas, el suelo de aquel autobús estaba limpísimo. Ya
planeábamos cómo hacerlo cuando apareció Nicolás, el matón de la clase. Le
llamábamos Nicoplás, ya sabe, ¡plás! —doy una bofetada al aire—. Nos ofreció
compartir el mapa de un tesoro a cambio de unas caladas de nuestro cigarro. Aceptamos,
por supuesto. Luego fingimos tener ganas de mear para que el profesor parase el
autobús. Resultó que no éramos los únicos con ganas de orinar, así que la
parada fue larga.
»Nosotros
cuatro nos separamos del resto lo suficiente y Pablo sacó el cigarrillo. Exigió
que Nicoplás hiciese lo propio con el mapa y este sacó un pergamino, lo lanzó a
lo lejos y, haciendo honor a su mote, le propinó un puñetazo en la boca del
estómago, le quitó el cigarro y se marchó. «Ve a buscarlo gili», dijo. Y fuimos
a buscarlo. No era más que un papel de publicidad, ese sinvergüenza solo quería
fumarse nuestro pitillo. Debimos haberlo imaginado. El caso es que nos llevó
bastante tiempo encontrar el supuesto mapa y cuando regresamos al autobús, ya
no estaba. Nicoplás le había hecho creer al profesor que estábamos todos, y el
pobre, que era nuevo y no se enteraba de nada, nos dejó allí tirados. Precisamente
don Diego se había casado unos días atrás y estaba de luna de miel, así que
nuestro profesor le sustituyó a él, y a nosotros nos asignaron al sustituto. Al
Solohayuno. Bruno solohayuno. Qué recuerdos. La cuestión es que nos vimos allí
tirados y pensamos en regresar.
»Habíamos
tardado unos cincuenta minutos en llegar hasta ese punto, así que pensamos que
si seguíamos la carretera en sentido contrario durante cincuenta minutos,
llegaríamos al punto de partida, al colegio. En seguida nos dimos cuenta de que
los cruces serían un problema, confundirnos en uno solo podría alejarnos mucho
del camino de vuelta.
»Pablo
creía saber en qué dirección se encontraba el pueblo, pensaba que si andábamos en
línea recta, sin desviarnos, no perdería la referencia. El problema era que
había que atravesar bosques muy frondosos y muy oscuros y muy, muy
desconocidos. A Pablo no le preocupaba, decía que Dios no permitiría que le
pasase nada. Luis opinaba que los osos también eran criaturas de Dios, y que
tampoco permitiría que les pasase nada, como morirse de hambre. «Tal vez esté
tratando de llevarnos hasta ellos con ese propósito», dijo. Esa frase me
persiguió durante años.
»Anduvimos
de un lado a otro sin saber qué hacer cuando encontré un periódico clavado en
un árbol. Lo había dejado mi yo del futuro.
—¿Un
periódico clavado en un árbol? ¿Por qué lo relacionaste contigo mismo?
—Porque
el clavo atravesaba un anuncio de cerveza. La primera vez que probé la cerveza
fue en la boda de un primo segundo de León. El
León es un felino, y fe en el lino era lo que mi abuela, por parte de madre,
tenía. No había
manera de vestirla de lana o algodón. Mi madre solía decir que murió de lino. En
realidad fue eritema pernio en los pies. Sabañones —explico.
—Estudié
medicina, estoy familiarizado con el término —dice el doctor—. Pero los sabañones
no son mortales.
—No
fueron la causa de su muerte, sino la de su caída por las escaleras.
—Entiendo
—reflexiona—. Continúa, por favor.
—El
caso es que en su entierro, dos años antes de la excursión, conocí al hermano
de mi madre. Llevaban años peleados y esa tragedia les unió de nuevo. Mis
hermanos y yo perdimos una abuela, pero ganamos un tío. Él era militar y solía
decirnos que si alguna vez nos perdíamos, debíamos permanecer en el sitio hasta
que fueran a buscarnos. ¡Ese era el mensaje! Y eso hicimos. Media hora después
el autobús volvió a por nosotros.
»¿No
lo ve? Si no es por ese periódico nos hubiéramos marchado, nos hubiéramos
perdido y quién sabe qué hubiera sido de nosotros. Había osos allí.
—¿Te
das cuenta de lo difícil que es que alguien haga todas esas relaciones a partir
de un anuncio de cerveza? —señala el
doctor—. Que lo hagan dos personas se me antoja del todo improbable.
—Bueno,
yo las hice, ¿no? —contesto—. Y se supone que el mensaje lo dejé yo mismo en el
futuro. Una persona. ¿No es razonable?
—De
acuerdo, lo es, pero también puede que hayas hecho todas esas relaciones
porque, en tu subconsciente, conocías la solución, y es la manera que tiene tu
cerebro de comunicártela.
—Pero
puede explicar que el periódico lo pondré yo, ¿no? —digo orgulloso.
—Sí,
sí que puede —afirma él. Suspira y despacha renglones con la diestra. Hace una
larga pausa que aprovecho para tomar la iniciativa en la conversación.
—¿Por
qué eligió esta profesión? —pregunto.
—¿Cómo
dices? —exclama el doctor contrariado.
—¿Que
por qué eligió la psiquiatría?
—Preferiría
que me contaras otra de esas visitas, si no te importa.
—Y
yo preferiría estar tumbado en una hamaca, tomando el sol en una isla
paradisíaca con un mojito en la mano, pero aquí estamos, ¿no? —digo socarrón.
Él no reacciona—. ¡Venga! Yo le cuento, usted me cuenta. Creía que esto era una
charla.
—Lo es.
Tú hablas y yo te escucho —sentencia.
—¿Qué
más le da? Si cuando acabemos me va a recetar un viaje solo de ida al país de
los arcoíris y las nubes de azúcar. Concédame una última conversación como
persona —suplico. Su cara me dice que funciona.
—Fue
por mi padre —dice secamente.
—¿También
era psiquiatra?
—No.
Nos obligaba a hacer cosas a mi hermano y a mí —explica.
—Eh…
¿Cosas? —La revelación me pilla por sorpresa. Él sigue hablando.
—Aunque
creo que mi hermano disfrutaba con ello.
—Vale,
se pone interesante. Siga, siga.
—Nos
obligaba a ver todo tipo de deportes en la televisión: fútbol, baloncesto,
motos, coches, bicicletas. —No es lo que esperaba. Me siento decepcionado y
aliviado al mismo tiempo—. Y no contento con eso, nos obligaba a practicar el
fútbol. Mi hermano era un fenómeno, pero a mí no se me daba bien, y mientras a
él le admiraban, yo era objeto de las burlas de todos los chicos de nuestra
edad en el barrio, en el colegio y allá donde fuéramos. No entendía a qué se
debía esa diferencia. Mi hermano y yo teníamos la misma constitución atlética…
—¿Qué
ha pasado? —pregunto socarrón interrumpiéndole.
—De
acuerdo, me lo merezco por glotón —dice él dándose unas palmaditas en el
abdomen—. Como decía, ambos teníamos buena complexión para la práctica
deportiva, y no había una gran diferencia de edad como para considerarlo
determinante, nos llevábamos un año, así que pensé que la respuesta debía estar
en la mente y me interesé en el tema. Leí todos los libros de la biblioteca que
lo trataban y, cuanto más leía, más me fascinaba. Y no hay mucho más, universidad,
carrera, especialización... Luego llegué aquí y las burlas se convirtieron en
desprecio.
—¿Aquí?
¿Por qué? —pregunto.
—Creen
que conseguí el puesto por enchufe.
—¿Por
la doctora Rocamora? Pero no es familia suya.
—No.
Ni siquiera la conozco, no sé nada de ella, la habré visto en un par de
ocasiones en los años que llevo aquí. Dudo que sepa que compartimos apellido,
es más, siendo tan ególatra como para ponerle su nombre al centro, dudo que desee
compartir esa gloria con alguien que ni siquiera es de su familia. Si supiese
de mí no estaría aquí, te lo aseguro. Mejor así —sentencia—. Venga, sigamos con
tus visitas.
—Mis
visitas —repito pensativo. Él se prepara para escribir—. De acuerdo, le contaré
una en la que urdí un plan para vengarme de todas las fechorías que Nicoplás me
había hecho a lo largo de los años.
»Había
cumplido los diecisiete cuando el alcalde convocó a todos los centros de
enseñanza a un concurso de ideas para impulsar la innovación y el desarrollo…
¡Pero qué estoy diciendo!, para impulsar su propia economía, ya que los
participantes cedían los derechos de las patentes de sus creaciones.
—Muy
hábil por su parte —señala el doctor. Escribe.
—No
tan hábil. No hubo más convocatorias, con eso se lo digo todo —señalo. Él
arquea una ceja sorprendido—. El concurso trataba de inventos —explico—. Yo no
participé, no directamente. Me limité a ayudar a Luis. Pablo también. De todos
mis amigos solo Luis participó. Tenía sus cosas, pero era un auténtico genio. Logró
sintetizar, para la ocasión, un suero al que se le podían programar consignas.
Al ser luego ingerido por un individuo, este se veía afectado por dicha
consigna. Él lo programó para inhibir cualquier conato de violencia contra su
persona, y lo presentó como un producto revolucionario para la seguridad de
grandes personalidades. Tenía hasta una demostración preparada para el día del
evento, aunque esta no llegó a producirse.
»Yo
había aprovechado su confianza para sustraer pequeñas cantidades del suero y
reproducirlo en mi casa siguiendo sus pasos. Cuando tuve suficiente, lo
programé, como él me había enseñado, para que quién lo ingiriese se chupara el
dedo índice y se lo metiera en la oreja a Nicoplás si lo veía. El día antes del
concurso, por la noche, fui a la planta que suministra el agua potable al
pueblo y lo vertí todo. Yo no entiendo de química, pero, al parecer, el agua
del pueblo es rica en no sé qué compuesto que reaccionó con el suero y la
consigna se vio ligeramente alterada: la parte que hacía referencia a Nicoplás
desapareció.
—¡No!
—Ya
lo creo que sí. Todo el mundo chupándose el dedo y metiéndolo en la oreja de
todo el mundo. Fue divertido… hasta que mi oreja fue ultrajada por primera vez.
Mi madre —apunto.
—Yo
no estaba en el pueblo por aquel entonces, pero recuerdo vagamente que alguien
me lo contase —reflexiona el doctor—. ¿Qué pasó? ¿Dónde estaba tu otro tú?
—A
eso voy —continúo—. No tardaron en analizar el agua y descubrir mi artimaña,
sin embargo, no fue a mí a quién detuvo la policía acusado de no sé cuantas
cosas, la lista era larga, sino a Luis.
—Y
supongo que eso lo hiciste tú. Tu otro tú —señala el doctor.
—Por
supuesto —afirmo con contundencia—. Verá, la prueba que incriminó a Luis fue un
testigo que afirmó verle entrar allí cargado con un pesado bidón de
considerable volumen, que media hora después se volvió ligero cuando huyó del
lugar.
—Pero
eras tú, ¿no? —dice el doctor desconcertado bolígrafo en mano.
—Era
yo —afirmo—. Con su ropa —añado. Él arruga el ceño y yo continúo—. Antes de ir
a la planta de suministro de agua, los tres estuvimos trabajando en el sótano
de Luis, en su laboratorio, como decía él. A mí me parecía un vertedero de
cacharros, aunque de allí salieron cosas muy interesantes, no sé cómo se las
apañaba, la verdad. Estaba todo listo para el día siguiente, solo hacíamos
comprobaciones para asegurarnos, manías de Luis. Yo vigilaba unas probetas,
Pablo manipulaba sustancias al otro lado de la mesa y Luis repasaba el código
de programación para asegurarse de que no había errores. Hicimos esas mismas
tareas durante dos meses, nos sabíamos el procedimiento de memoria, sin
embargo, una de las sustancias de Pablo explosionó. Por suerte él se había
tomado un descanso para saborear un Huesito, le encantaban esas chocolatinas.
El caso es que la explosión hizo volar un fragmento de magnetita que rebotó en
el pomo de la puerta, luego en la lámpara y en algún sitio más para, finalmente,
hacer añicos un frasco que contenía ácido sulfúrico que se hallaba al fondo del
sótano, en una vitrina medio oxidada y sin puerta donde Luis guardaba las
sustancias peligrosas. Desafortunadamente yo me encontraba en ese lugar y el
ácido salpicó toda mi ropa. Luis nos había aleccionado bien por si un accidente
ocurría y reaccioné con rapidez para desnudarme. Me lo quité todo, hasta los
calzoncillos, por si acaso.
—Y
te vestiste con su ropa, ya veo —dice el doctor—. ¿Por qué no te cambiaste de
ropa en tu casa?
—Porque
era muy tarde. Mis padres no me dejaban estar fuera de casa a esas horas, salvo
si estaba en la de mis amigos, como era el caso. Aproveché esa circunstancia
para entrar por el garaje, coger mi bidón e ir a la planta de suministro de
agua directamente.
—Entiendo
—dice el doctor mientras escribe—. Pero lo de la explosión es puro azar, ¿cómo
podrías guiar el fragmento de magnetita para que cayera donde lo hizo?
—No
guié el fragmento, doctor, me guié a mí mismo al lugar donde iba a impactar —explico.
—Tiene
sentido —dice él pensativo—. Continúa.
—Yo
vigilaba unas probetas, como le he dicho, cuando empecé a oír unos golpecitos
en la pared del fondo, donde estaba la vitrina con el ácido sulfúrico. Era muy
tenue, solo yo podía oírlo. Sentí curiosidad y me acerqué, resultó que venían
de fuera de la casa. Pero una vez allí me interesé en un armario, al lado de la
vitrina, que Luis siempre tenía cerrado con llave y cuyo contenido no había
compartido con nadie, que yo supiera. La llave, casualmente, estaba en la
cerradura, invitándome a girarla. Habría sido descortés no hacerlo. Estaba
lleno de frascos con un muñeco o un peluche dentro, sumergidos en un líquido transparente.
Entre ellos, Bulmo, un muñeco mío muy raro con el pelo azul al que tenía mucho
cariño y que desapareció en extrañas circunstancias cuando tenía nueve años. No
había desaparecido, yo lo cogí, o lo cogeré de 1994 y lo pondré ahí en 2002,
entre los de la colección de Luis, para que me abstraiga de la explosión y el
ácido queme mi ropa, tal y como sucedió.
—La
colección de Luis —balbucea el doctor moviendo el bolígrafo sobre el papel—
¿Por qué dejaste que tu amigo fuera a la cárcel por algo que no había hecho?
—No
le metieron en la cárcel, terminó aquí, en este centro —explico—. No por
aquello, resultó que al final estaba un poco trastornado y cuando entraron en
su casa, a raíz de la detención, descubrieron que la demostración que pretendía
hacer con la sustancia poco tenía que ver con lo que nos había contado a Pablo
y a mí. Parece ser que pretendía vaporizarla para que todos la respirásemos y
le reconociéramos como el líder del mundo o algo así. En cuanto a lo demás, ¿no
le parece razonable? ¿No explica que vaya a inventar la máquina del tiempo?
—De
acuerdo, lo explicaría, pero yo solo veo una cadena de casualidades.
—¿Casualidades?
¿Bromea? —digo con cierta indignación—. Pero si responde a una meticulosa
planificación.
—La
casualidad es caprichosa, Eduardo —dice él escribiendo de nuevo—. Dime una
cosa, ¿todas las visitas son así o en alguna has tenido contacto físico contigo
mismo?
—Lo
he tenido, pero le toca a usted, ¿recuerda? —digo.
—Claro,
la charla. ¿Qué quieres saber?
—Hábleme
del mundial de fútbol del ochentaidós, yo no había nacido.
—¿El
mundial de fútbol? —titubea, lo que me extraña—. ¿Qué quieres saber?
—Eh…
¿Quién lo ganó? —pregunto desconfiado. Él hace una larga pausa.
—De
acuerdo, no lo sé —dice para mi sorpresa. No respondo—. Mi padre nos obligaba a
verlo y seguramente así lo hice, pero no me interesaba en absoluto. Mi cuerpo
estaría delante del televisor, pero mi mente volaba lejos de allí. No es cierto
que me inquietase el hecho de que no se me diera bien la práctica del deporte.
No se me daba bien, eso es verdad, pero lo que no comprendía era por qué no me
gustaba, por qué prefería jugar con muñecas en vez de con la pelota, por qué me
sentía cómodo entre chicas y desubicado entre chicos, por qué me enamoré de mi
profesor en lugar de hacerlo de mi profesora —revela inesperadamente como un
volcán que entra en erupción—. Eso fue lo que me empujó a estudiar la mente
humana, y con los años me di cuenta de que el problema no era psíquico, sino genético:
era una mujer atrapada en un cuerpo de hombre. —No sé qué decir y los dos
permanecemos en silencio hasta que él lo rompe—. Se acabó, Eduardo, he tenido
suficiente —dice agitando sus anotaciones. Yo hago un repaso mental de la
sesión entera hasta la última intervención del doctor y comprendo que lo he
planeado todo desde el principio.
—¿Pero
no quiere saber como fue mi encuentro conmigo mismo? —digo.
—Te
contaré un pequeño secreto, Eduardo: tienes un hermano gemelo. No hay
encuentros contigo mismo, no hay planificaciones meticulosas y no vas a
inventar la máquina del tiempo. Lo siento, es la hora de tu viaje —dice
escribiendo en un talonario de recetas. Arranca la que acaba de rellenar y la
exhibe en el aire.
—¿Cree
que no se diferenciar a mi hermano de mí mismo? —Parece ser que no lo cree—. De
acuerdo, pero dígame una cosa, y sea completamente sincero, ¿si pudiera viajar
en el tiempo, adónde iría?
—¡Basta,
Eduardo, o tendré que llamar a los celadores!
—Con
el corazón en la mano —insisto.
—¡He
dicho que basta!
—¡¿Adónde?!
—grito desesperado.
—¡Al
pasado! —grita él con rabia—. Al pasado, —repite resignado—. Me dan pánico los
quirófanos. Me aterrorizan. Hasta ahora no me he atrevido a operarme para
cambiar de sexo porque no ha habido nadie en mi vida que mereciese que yo
pasara por ese trance, pero si pudiera viajar en el tiempo me operaría y
viajaría veinte años atrás, aunque solo sea para sentir que él me ve como una
mujer.
—¿Él?
—pregunto para que diga su nombre en voz alta.
—Diego.
Hace veinte años tenía la edad que tengo yo ahora.
—¿Se
refiere al profesor que se casó hace diecinueve años? —apunto.
—Sí,
eh… —dice desconcertado. Hace una pausa. Me mira pensativo y desliza la receta
al interior de su bolsillo.
La
puerta de la sala se abre y dos celadores entran respirando con celeridad.
—Hemos
oído gritos —dice uno de ellos.
—Vale,
está todo bien —indica el doctor levantando una mano—. Hemos terminado, podéis
llevarlo a su habitación.
—¿Puede
ponerme junto a mi amigo Luis? —pregunto.
—Por supuesto —contesta él aún
pensativo desde la silla. La línea recta que describen sus labios se torna
ligeramente curva. Ese brillo en sus ojos.
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