miércoles, 4 de febrero de 2015

La recta se torna curva y aparece el brillo


           La recta se torna curva y aparece el brillo. Así imagino que será viajar en el tiempo.
Me instan a entrar en la sala, pero se quedan fuera. Hay una mesa y dos sillas, una a cada lado. Me siento en una de ellas y espero. Las paredes son blancas, el suelo, el techo, blanco impoluto. La mesa y las sillas de acero frío, la sala entera es fría. La luz es intensa y abundante y blanca… fría. Desde luego, el conjunto no invita a una estancia agradable. ¿Qué ha sido del por favor, póngase cómodo? Supongo que esta no es una reunión amigosa.
            La puerta se abre. Un hombre con bata blanca entra y me examina con minuciosidad desde la distancia. Camina hacia la otra silla sin quitarme el ojo de encima. Trae una carpeta que deja caer sobre la mesa. Se sienta, abre la carpeta y escruta su contenido detenidamente antes de hablar.

            —Eduardo Domènech Isern —dice leyendo en voz alta—. Veintinueve años. Natural de Bergantes, provincia de Girona.
            —Ese soy yo —contesto.
            —Hola, Eduardo. ¿Sabes?, cuando tu naciste yo ya gastaba las suelas de mis zapatillas por esas calles.
            —¿Es usted de Bergantes? —pregunto congratulado.
            —Así es, y según esto estudiamos en el mismo sitio, en el Ana María Matute —dice examinando los papeles a fondo—. Aunque yo cursaba C.O.U. cuando tu empezaste primero de E.G.B. Recuerdo al profesor Don Diego, de biología. Me pregunto si todavía seguirá por allí. —Su voz denota una mezcla de nostalgia, cariño y tristeza al hablar de Don Diego. Por un momento le brillan los ojos.
            Allí sigue, dando capones con los nudillos. Me cepilló el pelo en más de una ocasión —digo rascándome la cabeza y frunciendo el ceño.
            —Soy el doctor Rocamora, Eduardo —continúa él, esta vez sin leer. Me mira a los ojos con gesto afable—. ¿Sabes dónde estás?
            —Pues creo que en el manicomio Rocamora. ¿Es usted el dueño de esto?
            —Preferimos el término: clínica mental, y no, no se llama así por mí, sino por la doctora Rocamora —dice tomando unas notas.
—¿Su madre? —pregunto. Parece molestarle.
—No, no es mi madre. No somos familia, solo es una casualidad —dice tajante—. Continuemos, por favor. ¿Sabes por qué estás aquí?
            —Porque mi familia me ha traído. Es curioso, porque si añadimos una vaca a ese acto en concreto da como resultado el adjetivo que mejor los describe: traidores.
            —Tienes mucha imaginación —dice tomando notas de nuevo—. Pero no me refería a eso, sino al motivo por el que tu familia te ha ingresado.
            —¿Porque son gilipollas?
            —¿Me lo estás preguntando? —dice el doctor.
            —La verdad es que no, pero si tuviera que preguntarlo, desde luego sería a alguien de su profesión… ¿Es usted psicólogo o psiquiatra?
            —Psiquiatra…
            —¿Qué diferencia hay? —pregunto antes de que continúe.
            —No estamos aquí para hablar de mí, Eduardo.
            —No hace falta que conteste, conozco la respuesta. Los psicólogos se meten en tu cabeza, toquetean lo que sea que toqueteen y te la arreglan. Ustedes, los psiquiatras, prefieren que las drogas les hagan el trabajo sucio. Un par de pirulas y se sientan a esperar. Son ustedes unos camellos, pero en elegante, unos dromedarios. Esos son los que tienen una sola joroba, ¿no?
            —¿Eso crees que hacemos ahora? —dice el doctor garabateando los papeles— ¿Recetarte pirulas?
            —No —sentencio. Hago una pausa y continúo—. Está valorando qué pirulas necesito. Luego me las recetará.
            —Ya veo que no apruebas mis métodos, aún así, intentaré ayudarte —dice. Mira sus notas—. Nos habíamos quedado en que tu familia te ha traído aquí. ¿Conoces el motivo?
            —Sí —digo escuetamente. Me frustra pensar en ello, me siento impotente.
            —¡Oh! ¿Y querrías compartirlo conmigo?
            —Porque no me creen.
            —De acuerdo, Eduardo. ¿Y que es lo que no creen exactamente?
            —Que voy a inventar la máquina del tiempo.
            —Que vas a inventar —repite. Su bolígrafo enloquece—. No que has inventado, sino que vas a inventar. ¿Puedes explicarme eso?
            —¿El qué? Todavía no la he inventado, ¿que es lo que no entiende?
            —Ya veo —señala. Más anotaciones—. Así que la vas a inventar. ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puede alguien saber lo que va a ocurrir en el futuro, Eduardo?
            —Inventando la máquina del tiempo, viajando al pasado y haciéndoselo saber a sí mismo —digo sarcásticamente. Él sonríe.
            —Esa es una buena razón. ¿De eso se trata? ¿Te has visitado a ti mismo desde el futuro? —pregunta moviendo el bolígrafo con habilidad sobre el papel.
            —¿Me cree? —digo buscando una camaradería que no hallo.
            —Ayúdame a hacerlo. Háblame de esa visita.
            —Visitas, en realidad —explico. Eso estimula su muñeca y escribe.
            —Visitas —repite—. Entiendo. Háblame de ellas, por favor. De la primera vez.
            —¿La primera vez? La recuerdo como si hubiera sido ayer mismo —empiezo a relatar—. Tenía diez años e íbamos de excursión con el colegio. En el autobús, Pablo, uno de mis amigos de aquel entonces, encontró un cigarrillo debajo del asiento y nos lo enseñó a Luis, otro amigo de la época, y a mí. Él propuso que nos lo fumáramos, pero Luis se opuso. «Seguro que tiene cáncer», dijo. Un aguafiestas, el suelo de aquel autobús estaba limpísimo. Ya planeábamos cómo hacerlo cuando apareció Nicolás, el matón de la clase. Le llamábamos Nicoplás, ya sabe, ¡plás! —doy una bofetada al aire—. Nos ofreció compartir el mapa de un tesoro a cambio de unas caladas de nuestro cigarro. Aceptamos, por supuesto. Luego fingimos tener ganas de mear para que el profesor parase el autobús. Resultó que no éramos los únicos con ganas de orinar, así que la parada fue larga.
»Nosotros cuatro nos separamos del resto lo suficiente y Pablo sacó el cigarrillo. Exigió que Nicoplás hiciese lo propio con el mapa y este sacó un pergamino, lo lanzó a lo lejos y, haciendo honor a su mote, le propinó un puñetazo en la boca del estómago, le quitó el cigarro y se marchó. «Ve a buscarlo gili», dijo. Y fuimos a buscarlo. No era más que un papel de publicidad, ese sinvergüenza solo quería fumarse nuestro pitillo. Debimos haberlo imaginado. El caso es que nos llevó bastante tiempo encontrar el supuesto mapa y cuando regresamos al autobús, ya no estaba. Nicoplás le había hecho creer al profesor que estábamos todos, y el pobre, que era nuevo y no se enteraba de nada, nos dejó allí tirados. Precisamente don Diego se había casado unos días atrás y estaba de luna de miel, así que nuestro profesor le sustituyó a él, y a nosotros nos asignaron al sustituto. Al Solohayuno. Bruno solohayuno. Qué recuerdos. La cuestión es que nos vimos allí tirados y pensamos en regresar.
»Habíamos tardado unos cincuenta minutos en llegar hasta ese punto, así que pensamos que si seguíamos la carretera en sentido contrario durante cincuenta minutos, llegaríamos al punto de partida, al colegio. En seguida nos dimos cuenta de que los cruces serían un problema, confundirnos en uno solo podría alejarnos mucho del camino de vuelta.
»Pablo creía saber en qué dirección se encontraba el pueblo, pensaba que si andábamos en línea recta, sin desviarnos, no perdería la referencia. El problema era que había que atravesar bosques muy frondosos y muy oscuros y muy, muy desconocidos. A Pablo no le preocupaba, decía que Dios no permitiría que le pasase nada. Luis opinaba que los osos también eran criaturas de Dios, y que tampoco permitiría que les pasase nada, como morirse de hambre. «Tal vez esté tratando de llevarnos hasta ellos con ese propósito», dijo. Esa frase me persiguió durante años.
»Anduvimos de un lado a otro sin saber qué hacer cuando encontré un periódico clavado en un árbol. Lo había dejado mi yo del futuro.
—¿Un periódico clavado en un árbol? ¿Por qué lo relacionaste contigo mismo?
—Porque el clavo atravesaba un anuncio de cerveza. La primera vez que probé la cerveza fue en la boda de un primo segundo de León. El León es un felino, y fe en el lino era lo que mi abuela, por parte de madre, tenía. No había manera de vestirla de lana o algodón. Mi madre solía decir que murió de lino. En realidad fue eritema pernio en los pies. Sabañones —explico.
—Estudié medicina, estoy familiarizado con el término —dice el doctor—. Pero los sabañones no son mortales.
—No fueron la causa de su muerte, sino la de su caída por las escaleras.
—Entiendo —reflexiona—. Continúa, por favor.
—El caso es que en su entierro, dos años antes de la excursión, conocí al hermano de mi madre. Llevaban años peleados y esa tragedia les unió de nuevo. Mis hermanos y yo perdimos una abuela, pero ganamos un tío. Él era militar y solía decirnos que si alguna vez nos perdíamos, debíamos permanecer en el sitio hasta que fueran a buscarnos. ¡Ese era el mensaje! Y eso hicimos. Media hora después el autobús volvió a por nosotros.
»¿No lo ve? Si no es por ese periódico nos hubiéramos marchado, nos hubiéramos perdido y quién sabe qué hubiera sido de nosotros. Había osos allí.
—¿Te das cuenta de lo difícil que es que alguien haga todas esas relaciones a partir de un anuncio de cerveza?  —señala el doctor—. Que lo hagan dos personas se me antoja del todo improbable.
—Bueno, yo las hice, ¿no? —contesto—. Y se supone que el mensaje lo dejé yo mismo en el futuro. Una persona. ¿No es razonable?
—De acuerdo, lo es, pero también puede que hayas hecho todas esas relaciones porque, en tu subconsciente, conocías la solución, y es la manera que tiene tu cerebro de comunicártela.
—Pero puede explicar que el periódico lo pondré yo, ¿no? —digo orgulloso.
—Sí, sí que puede —afirma él. Suspira y despacha renglones con la diestra. Hace una larga pausa que aprovecho para tomar la iniciativa en la conversación.
—¿Por qué eligió esta profesión? —pregunto.
—¿Cómo dices? —exclama el doctor contrariado.
—¿Que por qué eligió la psiquiatría?
—Preferiría que me contaras otra de esas visitas, si no te importa.
—Y yo preferiría estar tumbado en una hamaca, tomando el sol en una isla paradisíaca con un mojito en la mano, pero aquí estamos, ¿no? —digo socarrón. Él no reacciona—. ¡Venga! Yo le cuento, usted me cuenta. Creía que esto era una charla.
—Lo es. Tú hablas y yo te escucho —sentencia.
—¿Qué más le da? Si cuando acabemos me va a recetar un viaje solo de ida al país de los arcoíris y las nubes de azúcar. Concédame una última conversación como persona —suplico. Su cara me dice que funciona.
—Fue por mi padre —dice secamente.
—¿También era psiquiatra?
—No. Nos obligaba a hacer cosas a mi hermano y a mí —explica.
—Eh… ¿Cosas? —La revelación me pilla por sorpresa. Él sigue hablando.
—Aunque creo que mi hermano disfrutaba con ello.
—Vale, se pone interesante. Siga, siga.
—Nos obligaba a ver todo tipo de deportes en la televisión: fútbol, baloncesto, motos, coches, bicicletas. —No es lo que esperaba. Me siento decepcionado y aliviado al mismo tiempo—. Y no contento con eso, nos obligaba a practicar el fútbol. Mi hermano era un fenómeno, pero a mí no se me daba bien, y mientras a él le admiraban, yo era objeto de las burlas de todos los chicos de nuestra edad en el barrio, en el colegio y allá donde fuéramos. No entendía a qué se debía esa diferencia. Mi hermano y yo teníamos la misma constitución atlética…
—¿Qué ha pasado? —pregunto socarrón interrumpiéndole.
—De acuerdo, me lo merezco por glotón —dice él dándose unas palmaditas en el abdomen—. Como decía, ambos teníamos buena complexión para la práctica deportiva, y no había una gran diferencia de edad como para considerarlo determinante, nos llevábamos un año, así que pensé que la respuesta debía estar en la mente y me interesé en el tema. Leí todos los libros de la biblioteca que lo trataban y, cuanto más leía, más me fascinaba. Y no hay mucho más, universidad, carrera, especialización... Luego llegué aquí y las burlas se convirtieron en desprecio.
—¿Aquí? ¿Por qué? —pregunto.
—Creen que conseguí el puesto por enchufe.
—¿Por la doctora Rocamora? Pero no es familia suya.
—No. Ni siquiera la conozco, no sé nada de ella, la habré visto en un par de ocasiones en los años que llevo aquí. Dudo que sepa que compartimos apellido, es más, siendo tan ególatra como para ponerle su nombre al centro, dudo que desee compartir esa gloria con alguien que ni siquiera es de su familia. Si supiese de mí no estaría aquí, te lo aseguro. Mejor así —sentencia—. Venga, sigamos con tus visitas.
—Mis visitas —repito pensativo. Él se prepara para escribir—. De acuerdo, le contaré una en la que urdí un plan para vengarme de todas las fechorías que Nicoplás me había hecho a lo largo de los años.
»Había cumplido los diecisiete cuando el alcalde convocó a todos los centros de enseñanza a un concurso de ideas para impulsar la innovación y el desarrollo… ¡Pero qué estoy diciendo!, para impulsar su propia economía, ya que los participantes cedían los derechos de las patentes de sus creaciones.
—Muy hábil por su parte —señala el doctor. Escribe.
—No tan hábil. No hubo más convocatorias, con eso se lo digo todo —señalo. Él arquea una ceja sorprendido—. El concurso trataba de inventos —explico—. Yo no participé, no directamente. Me limité a ayudar a Luis. Pablo también. De todos mis amigos solo Luis participó. Tenía sus cosas, pero era un auténtico genio. Logró sintetizar, para la ocasión, un suero al que se le podían programar consignas. Al ser luego ingerido por un individuo, este se veía afectado por dicha consigna. Él lo programó para inhibir cualquier conato de violencia contra su persona, y lo presentó como un producto revolucionario para la seguridad de grandes personalidades. Tenía hasta una demostración preparada para el día del evento, aunque esta no llegó a producirse.
»Yo había aprovechado su confianza para sustraer pequeñas cantidades del suero y reproducirlo en mi casa siguiendo sus pasos. Cuando tuve suficiente, lo programé, como él me había enseñado, para que quién lo ingiriese se chupara el dedo índice y se lo metiera en la oreja a Nicoplás si lo veía. El día antes del concurso, por la noche, fui a la planta que suministra el agua potable al pueblo y lo vertí todo. Yo no entiendo de química, pero, al parecer, el agua del pueblo es rica en no sé qué compuesto que reaccionó con el suero y la consigna se vio ligeramente alterada: la parte que hacía referencia a Nicoplás desapareció.
—¡No!
—Ya lo creo que sí. Todo el mundo chupándose el dedo y metiéndolo en la oreja de todo el mundo. Fue divertido… hasta que mi oreja fue ultrajada por primera vez. Mi madre —apunto.
—Yo no estaba en el pueblo por aquel entonces, pero recuerdo vagamente que alguien me lo contase —reflexiona el doctor—. ¿Qué pasó? ¿Dónde estaba tu otro tú?
—A eso voy —continúo—. No tardaron en analizar el agua y descubrir mi artimaña, sin embargo, no fue a mí a quién detuvo la policía acusado de no sé cuantas cosas, la lista era larga, sino a Luis.
—Y supongo que eso lo hiciste tú. Tu otro tú —señala el doctor.
—Por supuesto —afirmo con contundencia—. Verá, la prueba que incriminó a Luis fue un testigo que afirmó verle entrar allí cargado con un pesado bidón de considerable volumen, que media hora después se volvió ligero cuando huyó del lugar.
—Pero eras tú, ¿no? —dice el doctor desconcertado bolígrafo en mano.
—Era yo —afirmo—. Con su ropa —añado. Él arruga el ceño y yo continúo—. Antes de ir a la planta de suministro de agua, los tres estuvimos trabajando en el sótano de Luis, en su laboratorio, como decía él. A mí me parecía un vertedero de cacharros, aunque de allí salieron cosas muy interesantes, no sé cómo se las apañaba, la verdad. Estaba todo listo para el día siguiente, solo hacíamos comprobaciones para asegurarnos, manías de Luis. Yo vigilaba unas probetas, Pablo manipulaba sustancias al otro lado de la mesa y Luis repasaba el código de programación para asegurarse de que no había errores. Hicimos esas mismas tareas durante dos meses, nos sabíamos el procedimiento de memoria, sin embargo, una de las sustancias de Pablo explosionó. Por suerte él se había tomado un descanso para saborear un Huesito, le encantaban esas chocolatinas. El caso es que la explosión hizo volar un fragmento de magnetita que rebotó en el pomo de la puerta, luego en la lámpara y en algún sitio más para, finalmente, hacer añicos un frasco que contenía ácido sulfúrico que se hallaba al fondo del sótano, en una vitrina medio oxidada y sin puerta donde Luis guardaba las sustancias peligrosas. Desafortunadamente yo me encontraba en ese lugar y el ácido salpicó toda mi ropa. Luis nos había aleccionado bien por si un accidente ocurría y reaccioné con rapidez para desnudarme. Me lo quité todo, hasta los calzoncillos, por si acaso.
—Y te vestiste con su ropa, ya veo —dice el doctor—. ¿Por qué no te cambiaste de ropa en tu casa?
—Porque era muy tarde. Mis padres no me dejaban estar fuera de casa a esas horas, salvo si estaba en la de mis amigos, como era el caso. Aproveché esa circunstancia para entrar por el garaje, coger mi bidón e ir a la planta de suministro de agua directamente.
—Entiendo —dice el doctor mientras escribe—. Pero lo de la explosión es puro azar, ¿cómo podrías guiar el fragmento de magnetita para que cayera donde lo hizo?
—No guié el fragmento, doctor, me guié a mí mismo al lugar donde iba a impactar  —explico.
—Tiene sentido —dice él pensativo—. Continúa.
—Yo vigilaba unas probetas, como le he dicho, cuando empecé a oír unos golpecitos en la pared del fondo, donde estaba la vitrina con el ácido sulfúrico. Era muy tenue, solo yo podía oírlo. Sentí curiosidad y me acerqué, resultó que venían de fuera de la casa. Pero una vez allí me interesé en un armario, al lado de la vitrina, que Luis siempre tenía cerrado con llave y cuyo contenido no había compartido con nadie, que yo supiera. La llave, casualmente, estaba en la cerradura, invitándome a girarla. Habría sido descortés no hacerlo. Estaba lleno de frascos con un muñeco o un peluche dentro, sumergidos en un líquido transparente. Entre ellos, Bulmo, un muñeco mío muy raro con el pelo azul al que tenía mucho cariño y que desapareció en extrañas circunstancias cuando tenía nueve años. No había desaparecido, yo lo cogí, o lo cogeré de 1994 y lo pondré ahí en 2002, entre los de la colección de Luis, para que me abstraiga de la explosión y el ácido queme mi ropa, tal y como sucedió.
—La colección de Luis —balbucea el doctor moviendo el bolígrafo sobre el papel— ¿Por qué dejaste que tu amigo fuera a la cárcel por algo que no había hecho?
—No le metieron en la cárcel, terminó aquí, en este centro —explico—. No por aquello, resultó que al final estaba un poco trastornado y cuando entraron en su casa, a raíz de la detención, descubrieron que la demostración que pretendía hacer con la sustancia poco tenía que ver con lo que nos había contado a Pablo y a mí. Parece ser que pretendía vaporizarla para que todos la respirásemos y le reconociéramos como el líder del mundo o algo así. En cuanto a lo demás, ¿no le parece razonable? ¿No explica que vaya a inventar la máquina del tiempo?
—De acuerdo, lo explicaría, pero yo solo veo una cadena de casualidades.
—¿Casualidades? ¿Bromea? —digo con cierta indignación—. Pero si responde a una meticulosa planificación.
—La casualidad es caprichosa, Eduardo —dice él escribiendo de nuevo—. Dime una cosa, ¿todas las visitas son así o en alguna has tenido contacto físico contigo mismo?
—Lo he tenido, pero le toca a usted, ¿recuerda? —digo.
—Claro, la charla. ¿Qué quieres saber?
—Hábleme del mundial de fútbol del ochentaidós, yo no había nacido.
—¿El mundial de fútbol? —titubea, lo que me extraña—. ¿Qué quieres saber?
—Eh… ¿Quién lo ganó? —pregunto desconfiado. Él hace una larga pausa.
—De acuerdo, no lo sé —dice para mi sorpresa. No respondo—. Mi padre nos obligaba a verlo y seguramente así lo hice, pero no me interesaba en absoluto. Mi cuerpo estaría delante del televisor, pero mi mente volaba lejos de allí. No es cierto que me inquietase el hecho de que no se me diera bien la práctica del deporte. No se me daba bien, eso es verdad, pero lo que no comprendía era por qué no me gustaba, por qué prefería jugar con muñecas en vez de con la pelota, por qué me sentía cómodo entre chicas y desubicado entre chicos, por qué me enamoré de mi profesor en lugar de hacerlo de mi profesora —revela inesperadamente como un volcán que entra en erupción—. Eso fue lo que me empujó a estudiar la mente humana, y con los años me di cuenta de que el problema no era psíquico, sino genético: era una mujer atrapada en un cuerpo de hombre. —No sé qué decir y los dos permanecemos en silencio hasta que él lo rompe—. Se acabó, Eduardo, he tenido suficiente —dice agitando sus anotaciones. Yo hago un repaso mental de la sesión entera hasta la última intervención del doctor y comprendo que lo he planeado todo desde el principio.
—¿Pero no quiere saber como fue mi encuentro conmigo mismo? —digo.
—Te contaré un pequeño secreto, Eduardo: tienes un hermano gemelo. No hay encuentros contigo mismo, no hay planificaciones meticulosas y no vas a inventar la máquina del tiempo. Lo siento, es la hora de tu viaje —dice escribiendo en un talonario de recetas. Arranca la que acaba de rellenar y la exhibe en el aire.
—¿Cree que no se diferenciar a mi hermano de mí mismo? —Parece ser que no lo cree—. De acuerdo, pero dígame una cosa, y sea completamente sincero, ¿si pudiera viajar en el tiempo, adónde iría?
—¡Basta, Eduardo, o tendré que llamar a los celadores!
—Con el corazón en la mano —insisto.
—¡He dicho que basta!
—¡¿Adónde?! —grito desesperado.
—¡Al pasado! —grita él con rabia—. Al pasado, —repite resignado—. Me dan pánico los quirófanos. Me aterrorizan. Hasta ahora no me he atrevido a operarme para cambiar de sexo porque no ha habido nadie en mi vida que mereciese que yo pasara por ese trance, pero si pudiera viajar en el tiempo me operaría y viajaría veinte años atrás, aunque solo sea para sentir que él me ve como una mujer.
—¿Él? —pregunto para que diga su nombre en voz alta.
—Diego. Hace veinte años tenía la edad que tengo yo ahora.
—¿Se refiere al profesor que se casó hace diecinueve años? —apunto.
—Sí, eh… —dice desconcertado. Hace una pausa. Me mira pensativo y desliza la receta al interior de su bolsillo.
La puerta de la sala se abre y dos celadores entran respirando con celeridad.
—Hemos oído gritos —dice uno de ellos.
—Vale, está todo bien —indica el doctor levantando una mano—. Hemos terminado, podéis llevarlo a su habitación.
—¿Puede ponerme junto a mi amigo Luis? —pregunto.
—Por supuesto —contesta él aún pensativo desde la silla. La línea recta que describen sus labios se torna ligeramente curva. Ese brillo en sus ojos.

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