miércoles, 24 de septiembre de 2014

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    22 de diciembre de 2012

    Navidad. Después de los meses de verano, era el período de tiempo más largo que Natalia pasaba en casa, en Murias de Paredes, un pueblo de apenas quinientos habitantes de la provincia de León. El autobús de línea hizo su única parada y ella bajó. Allí la esperaban Toni, con aquel viejo Citroën Méhari naranja y sin techo que no se rompía nunca, y Eve —en realidad fue Evencia lo que dijo el páter en la pila de bautismo, si bien es cierto que es nombre más del agrado de los padres que de la hija—. Su casa no estaba lejos —nada estaba lejos en un pueblo de quinientos habitantes—, aun así, Natalia puso las maletas en la parte de atrás del coche, se acomodó junto a ellas mientras sus amigos ocupaban las plazas delanteras, y aprovecharon el trayecto para ponerse al día. Ella estudiaba Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid, Eve Bellas Artes en la de Salamanca y Toni se ocupaba de pastorear el ganado de su familia: tenían muchas cosas que contarse los unos a los otros. Más de las que daba tiempo en los diez minutos que tardaron en llegar y verse obligados a posponer la charla para el día siguiente.
    Por la mañana temprano Toni pasó a recogerlas con su viejo coche. Llevaban comida para pasar el día fuera, algo que se había convertido en tradición para ellos a lo largo de los años.
    —No os lo vais a creer —dijo Natalia eufórica. Sus amigos esperaban—. Hemos sido finalistas en los premios Bitácora.
    —¿Los premios mitadqué? —preguntó Toni. Internet para él era poco más que enviar correos electrónicos, y la noticia no le contagió la euforia deseada.
    —¿Sabes lo que son los Oscars, no? —dijo Eve dirigiéndose a él. Este asintió con la cabeza—. Pues es lo mismo pero en vez de películas se premian blogs.
    La cara de Toni, y especialmente la mueca que la palabra "blogs" había esculpido en ella, exigía las explicaciones que ocuparon los minutos siguientes.
    Natalia escribía un blog de misterios y leyendas junto con una compañera de la facultad. A ambas les apasionaba el tema y en su tiempo libre aprovechaban para bucear en los archivos de bibliotecas y colecciones privadas, cuyas puertas tenían abiertas a cambio de la mención del propietario, casi siempre importantes empresarios buscando vincular su nombre —y por ende el de sus empresas— al mecenazgo.
    —¿Y dices que os gustan los misterios? —preguntó Toni.
    —¿Y a quién no? —dijo Eve mirando a Natalia.
    —Mucho —contestó esta—. Pero no son los misterios en sí, sino resolverlos. Sobre todo los históricos. Coger una pista, tirar del hilo y ver cómo las piezas van encajando.
    —Cuando dices históricos, supongo que te refieres a que ya no hay testigos —dijo Toni sonriendo.
    —Vivos —respondió Natalia—. No hay testigos vivos. En esos casos preguntamos a los libros...
    —Bastante más fiables —interrumpió Eve. Toni la miró contrariado—. No me mires así, los libros no pueden aceptar dinero para cambiar la versión de los hechos.
    —Eso es verdad —dijo Natalia—, pero muchos escribanos se dejaban llevar por la fantasía y adornaban en exceso sus escritos, dificultando distinguir entre lo que ocurrió de verdad y lo que su imaginación añadía.
    —¿Entonces? —preguntó Toni de nuevo.
    —Hay muchas cosas que hablan si se sabe escuchar —contestó Natalia. Sus amigos la miraban con intriga—. Documentos, cuadros, canciones, arquitectura. Y eso sin tener en cuenta los hechos que conllevan consecuencias, las cuales dejan un rastro en el tiempo.
    —Interesante —reflexionó Toni pensativo—. ¿Resolverías un misterio para mí?
    Natalia y Eve se miraron sorprendidas.
    —¿De qué se trata? —dijeron al unísono antes de reír a carcajadas.
    —Os lo mostraré.
    Media hora después el camino por el que Toni conducía desapareció y empezó a zigzaguear por entre los árboles. Cuando no pudo continuar hizo bajar a sus amigas e hicieron el resto del trayecto a pie.
    —Aquí es —dijo Toni apartando unas ramas para que Eve y Natalia pudieran pasar.
    Un pueblo apareció ante ellos en mitad de La Guariza. Estaba en ruinas y la vegetación lo había engullido casi por completo. Era grande, de unos mil o mil quinientos habitantes, calcularon a ojo.
    —Seguidme —dijo Toni guiándolas entre lo que antaño fueron calles. Natalia los seguía como podía sin dejar de hacer fotografías—. Mirad esto.
    Era una biblioteca. La vegetación también la cubría, pero estaba intacta, como si hubiera sido construida recientemente.

    23 de diciembre de 1218.

    —¿Qué os parece? —dijo Gonzalo apartando las manos de delante de los ojos de su esposa. Ella contempló el edificio con admiración.
    —Me encanta. Habéis hecho un trabajo magnífico. ¿Y los manuscritos?
    —Dentro. ¿Dónde si no? Permitid que os lo enseñe —dijo ofreciéndole su mano izquierda y extendiendo la derecha hacia la entrada de la biblioteca en un gesto de cortesía.
    Su tamaño era ambicioso y las estanterías estaban ocupadas por más aire que material didáctico: los años se encargarían de llenarlas. Leonor se detuvo taciturna, cogió la mano de su esposo y le miró a los ojos.
    —¿Creéis que servirá de algo? —dijo.
    —Ya veréis que sí. El tenente es hombre que atiende a razones y voto a tal que darele eso y no otra cosa.
    Las tierras de labranza en el lugar habían sido poco fértiles por tradición y el hambre a menudo se paseaba por el valle. Un año las lluvias fueron copiosas, y quiso el azar que tal hecho coincidiese con la prematura muerte de una niña, de tan solo siete meses de vida, en el día de Navidad. Tanta agua llevó abundancia a las cosechas y muchos quisieron ver más allá de la casualidad. Al año siguiente se haría el primero de los sacrificios, y aunque no siempre fueran útiles a su propósito, eso no impidió que, por si acaso, se repitieran año tras año.
    Gonzalo pensaba que todo era debido a la ignorancia, y se propuso acercar la cultura a aquella gente para acabar con tal aberración, propia de siglos ya pasados. Esas fueron las razones que expuso al tenente cuando le abordó al terminar la misa y, junto con monseñor, los tres mantuvieron una conversación en la que Gonzalo hablaba y los otros se dejaban seducir por las bondades de la ignorancia, que cuando hace pareja con el poder son enemigos del inocente. Uno interpretó aquello como una herejía y que la biblioteca que Gonzalo había construido con sus propias manos era la mismísima casa del Diablo, la puerta al infierno; y el otro, que como tal ardería, junto a los herejes que la levantaron. Gonzalo temió por la vida de su esposa y por la de sus hijas y empezó a andar despacio hacia atrás, con los ojos clavados en el Cristo que colgaba de la pared, detrás del altar.

    23 de diciembre de 1397.

    Parecía que quisiera estrecharla con esos brazos abiertos. Agachó la cabeza apesadumbrada, volvió a alzarla, se santiguó con una reverencia y se fue de allí a toda prisa. Catorce años después, Llara volvía al pueblo que se había visto obligada a dejar atrás, al quedarse sola tras la muerte de sus padres.
    Por aquel entonces, no tenían dinero y sus bienes se reducían a la casa, de escaso valor en un pueblo del que la gente quería irse y no lo contrario, y si no lo hacían era porque un techo allí era mejor que el raso allá. En tiempos de recursos limitados, una boca más que alimentar, si no era hijo o hija, era gripe —para cuyo único remedio conocido era la distancia, cuanto más lejos más eficaz—, lo que hizo que muchos oídos se volvieran sordos al conocerse la noticia en el pueblo y de boca en boca se propagase por los alrededores. Fue un primo lejano de su madre de más allá de Toledo quien, tras enviudar, y al no tener vástagos, se ocupó de ella. Este pasaba fuera de casa largas jornadas de duro trabajo, y necesitaba alguien que la adecentara y le tuviese un plato de comida caliente en la mesa. La trató como a una hija —como él creía que había que tratar a una hija— y le dio todo el cariño que le fue posible —entre golpe y golpe—. El odio que atormentaba a Llara, lejos de desaparecer, creció con los años.
    No crecería más.

    Anduvo con paso firme y sin desviar la mirada hasta que llegó a la biblioteca. Entró y buscó el libro más antiguo. Pasó el dedo por los lomos del resto de ejemplares buscando algo. Cuando lo encontró sacó un segundo libro, los abrazó contra su pecho, y con paso firme de nuevo, sin desviar la mirada, caminó hasta la casa que sus padres habían dejado vacía. Puso el libro más antiguo encima de una mesa, y con el otro aún entre sus brazos, lo observó taciturna.

    23 de diciembre de 2012.

    —¿Por qué lo miras así? —preguntó Toni—. ¿Lo habías visto antes?
    —¿Eh? no, no —contestó Natalia aún pensativa—. Todos tienen un número por título —dijo poniendo un dedo encima del libro—. Y todos son correlativos. Empiezan con el 1218 —volvió a poner el dedo en el libro—, y terminan con el 1397.
    —Falta uno —dijo Eve examinando las estanterías—. Aquí hay un hueco, entre el 1382 y el 1384. ¿Quién lo habrá cogido?
    —Por la capa de polvo aquí no ha entrado nadie en siglos —reflexionó Natalia.
    —¿Y qué es?, ¿una enciclopedia de historia con un tomo por cada año? —preguntó Toni.
    —Podría ser, pero ¿por qué empezar este año? —dijo Natalia cogiendo el libro de la mesa y sosteniéndolo delante de su amigo—. ¿Y qué pasó en 1397? Hay un libro por cada número excepto para el 1397, del que hay más de mil.
    —Los libros lo dirán.
    —Los libros no dirán nada Toni, porque eso es lo que pasó: nada.
    —Supongo que estás hablando en términos históricos, porque es obvio que algo pasó —intervino Eve incorporándose al grupo cuando se cansó de fisgonear.
    —Eso teniendo en cuenta que la teoría de que los títulos se refieran a años sea correcta —dijo Natalia.
    —Tal vez pasó algo en el pueblo —sugirió Toni.
    —Sí, bueno. La guerra civil española se documentó en bastantes menos tomos —dijo Natalia con tono sarcástico.
    —¿Y si no hablan de historia? —reflexionó Eve—. Puede que los números se refieran a fechas, pero no tienen por qué relatar hechos históricos.
    —Bien pensado —dijo Natalia pensativa.
    Una luz de gran intensidad iluminó el interior de la biblioteca por un instante. Unos segundos después un estruendo les hizo estremecer.
    —Creo que deberíamos irnos —dijo Eve—. No me gustaría estar aquí cuando esa tormenta arrecie, este sitio ya me pone los pelos de punta, no necesito atrezo.
    Toni se acercó a una ventana y observó el exterior con detenimiento.
    —Tienes razón, esa tormenta está a unos treinta minutos —dijo—, y estará lloviendo durante horas, si no marchamos ahora tendremos que hacer noche aquí.
    —¿Estás seguro de eso? —preguntó Natalia. Toni la miró y sonrió—. Vale. ¿Sabes? —dijo mientras cogía el libro de encima de la mesa—, creo que la meteorología deberían enseñarla los pastores, está claro que la que enseñan los profesores no sirve para predecir el tiempo.
    —¿Te llevas ese libro? —preguntó Eve.
    —Sí. Sea lo que sea que cuenten, hechos históricos o una saga de fantasía por entregas, este es el principio.
    —Venga, marchemos —apremió Toni a sus amigas.
    Salieron a la calle y caminaron con paso ligero hasta la calle principal.
    —¡Mierda! —exclamó Eve limpiándose la frente con la manga.
    —Retiro lo que he dicho antes —dijo Natalia dirigiéndose a Toni—, los pastores tampoco sabéis predecir el tiempo.
    —¿Lo dices por estas gotitas de nada? —contestó él—. ¡En mi próxima predicción las incluiré! —gritó mientras se alejaba de ellas corriendo.
    Natalia cubrió el libro todo lo que pudo y echó a correr también, seguida de Eve.

23 de diciembre de 1218

    —No es necesario que corramos detrás de él —dijo monseñor recuperando el aliento. El tenente paró en seco y Gonzalo desapareció calle abajo.
    —Explicaos —balbuceó entre jadeos.
    —¿Dónde creéis que va?
    —A casa, supongo.
    —Suponéis bien —dijo monseñor—. Ahora seguid suponiendo y decidme: ¿qué creéis que hará cuando llegue a casa?
    —Huir con su familia al cobijo de La Guariza. ¿No deberíamos impedirlo?
    —Os desenvolvéis bien con la deducción, señor. Sin embargo carecéis de perspectiva para hacer que una situación de desventaja os sea provechosa.
    —No os entiendo monseñor. Dejaos de juegos, ¿adónde queréis llegar?—preguntó el tenente con el ceño fruncido.
    —Esos bosques son fríos, inhóspitos e interminables, y van a entrar con dos niñas pequeñas, creedme, seguirán ahí al amanecer. Convocad al zalmedina y organizad una batida. Que el pueblo participe y no tendréis que dar explicaciones: los inocentes no huyen. Veréis como mañana hay contiendas por encender las piras.
    Si bien es cierto que el tenente carecía de perspectiva, no lo es tanto que su habilidad con la deducción fuera tal, pues si a un hombre se le garantiza la muerte en un cien por ciento, cualquiera sin dicha capacidad podría llegar a la conclusión de que un porcentaje menor siempre le resultará más atractivo, aunque conlleve dejarlo todo y adentrarse en un aciago bosque de extensión incierta.
    Los tonos rojizos del alba devoraban las sombras y el silencio era derrotado por  azadones y rastrillos entrando y saliendo de la maleza en busca de carne. No encontraron, Gonzalo y su familia se hallaban lejos. Alertados por el ruido que los  improvisados rastreadores no consideraban necesario ocultar, espabilaron a las niñas y se pusieron en marcha después de que estas durmiesen unas horas.
    En su huida de la iglesia, Gonzalo pensaba que monseñor y el tenente le seguirían hasta su casa, así que corrió todo lo que fue capaz para tener cierta ventaja, y al llegar, sólo cogió a sus hijas, unas mantas e instó a su esposa a seguirlo. No tenían comida, el frío era húmedo y congelaba las palabras, y Gonzalo y Leonor no habían dormido, velando por la seguridad de sus hijas en la amenazadora oscuridad. Estaban cansados y débiles, y no sólo tenían que avanzar con dos niñas a cuestas, sino que debían hacerlo más rápido que la hueste que los perseguía, bien dormidos y desayunados, y entre los que se encontraban los mejores hombres del zalmedina. Era una mala mano y ambos lo sabían.
    No tardaron en caminar hacia el pueblo rodeados de cientos de personas que les increpaban, escupían y arrojaban palos y piedras —con cierta mesura, eso sí, impuesta por el zalmedina: tenían que llegar al pueblo por su propio pie—. Una vez encerrados en el calabozo, el zalmedina se abrió camino por entre el gentío, que seguía en la calle rugiendo y clamando justicia, para ir a comunicarle al tenente el éxito de la misión. Cuando llegó, agarró la aldaba y golpeó la puerta con determinación.

    24 de diciembre de 1397.

    Llara abrió con desconfianza. Al otro lado encontró una mujer mayor que sonreía como si otro gesto no fuera posible en su rostro enjuto.
    —Perdonad que os moleste joven, pero anoche vi candelabros encendidos y como la casa lleva vacía... —se sujetó la barbilla con la mano derecha y apoyó el codo en la mano izquierda, miró hacia arriba y entornó los ojos—, mi memoria ya no es lo que era hija, pero más de diez años, de eso sí que estoy segura, porque hace diez años tuve yo un problema de infestaciones desas que matome media piara y para aquellos entonces túvemelas que apañar sola. Si don Sancho, el señor que vivía aquí con esposa e hija —Seguía hablando y gesticulando sin parar— hubiera estado, otro gallo hubiérame cantado, podéis creerlo. Así que por aquellos entonces la casa ya estaba vacía. Mucho tiempo hija. Seguro que os habéis dado una paliza a limpiar. ¿Habéisla comprado? Voto a Dios que extráñame que alguien compre propiedades en este pueblo —Se acercó a Llara, se puso una mano en el lateral de la boca y habló en voz baja—. Dicen que está maldito. —Llara frunció el ceño, lo que dio pie a que la señora siguiese hablando—. No sabíais nada, ¿verdad? Seguro que quien os la ha vendido no os ha dicho nada. Menudos rufianes algunos. —Volvió a acercarse a Llara y a hablar en voz baja mirando a uno y otro lado—. Pues sí hija, dicen que el mismísimo Lucifer era un ángel, ¿podéis creerlo? Dicen que de malo que era, echole Dios del cielo y cayó en este pueblo. Que estuvo viviendo aquí como uno más, mientras construía la biblioteca. —Señaló a lo lejos—. Y que cuando terminola, excavó un túnel a las profundidades desde el interior, creó el infierno y quedose  allí a vivir. Y todos los años en Navidad, cuando celébrase el aniversario del nacimiento del hijo de Dios, sube por el túnel y llévase a alguien del pueblo para mantener los fuegos vivos. Dicen que para vengarse de él. —Señaló al cielo y se santiguó—. Al señor de esta casa y a su esposa llevóselos. ¡Pobre Llara! —se lamentó—. Era la hija, una criatura de apenas ocho años, Dios la tenga a bien...
    El encuentro duraba demasiado y Llara decidió ponerle fin educadamente. No creyó necesario desvelar su identidad —lo que no creyó necesario fue que el encuentro se dilatara más aún—, de la misma manera que tampoco consideró oportuno decirle que a sus padres no se los había llevado nadie a ningún infierno: ella los vio morir.

    La piel se derritió. La sangre chorreó e hirvió antes de llegar al suelo. Los músculos se oscurecieron y se arrugaron ahogando los gritos. Los órganos burbujearon antes de consumirse. Los huesos quedaron reducidos a polvo primero, y a nada después. Nada. Eso es lo que quedó de ellos después de que ardieran, o eso habría jurado Llara: que ardieron, si no llega a ser porque no hubo llamas.

    24 de diciembre de 2012.

    —¿Cómo que no hay llamas? —preguntó la madre de Natalia contrariada—. Si la encendió tu padre.
    —No hay mamá —contestó Natalia moviendo los troncos en la chimenea—, se habrá apagado.
    —Pues tu padre salió. Anda, a ver si puedes encenderla tú, hija.
    No se le daba bien, pero lo intentó. La temperatura caía por debajo de los cero grados y eso era motivación suficiente para cualquiera. Después de algunos infructuosos intentos, su madre había terminado en la cocina y se hizo cargo. Natalia se dio una ducha y retomó el caso del misterioso pueblo. Quería dejarlo terminado antes de cenar.
    Por la noche, ella y sus amigos fueron a una fiesta organizada por el Ayuntamiento para todos los jóvenes de los alrededores —y los no tan jóvenes más atrevidos.
    —¿Y qué, ya sabes algo del pueblo? —preguntó Toni.
    —No he podido averiguar absolutamente nada —contestó Natalia—. Es como si no hubiera existido.
    —¿Y el libro? ¿Lo has leído? —se interesó Eve.
    —Por encima. Es como una biografía. Habla de la vida de una familia del siglo XIII a la que quemaron en la hoguera.
    —¿Ya está? ¿Una biografía? —dijo Toni decepcionado.
    —Bueno, lo curioso es que los quemaron en la biblioteca —añadió Natalia. Sus amigos la miraban con incredulidad —. Yo me quedé igual. La biblioteca la construyó la familia, así que podría tratarse de una licencia del autor, quienquiera que fuese, porque no hay ninguna información, ni de quién lo escribió, ni de cuándo, ni de nada. La verdad, no le veo el sentido.
    —Menos sentido tiene que la biblioteca esté intacta si el autor dice la verdad —dijo Eve.
    —Eso es cierto —reflexionó Natalia pensativa.
    —Entonces nos quedamos sin saber nada del pueblo, ¿no? —preguntó Toni.
    —Para nada —contestó Natalia sonriendo—. He puesto en marcha el plan b.
    —Que se trata de... —dijo Eve alargando la palabra.
    —El año pasado, por estas fechas, estábamos investigando algo y llegamos a un punto muerto —explicó Natalia—. No sabíamos qué hacer y se nos ocurrió colgarlo en el blog a modo de juego. Esto sería un par de días antes de venirme aquí. Cuando volví, después de las vacaciones, nos habían proporcionado tanta información que pasamos casi un mes contrastándola toda. Desechamos la mayoría, pero el misterio quedó resuelto. La experiencia gustó tanto que desde hace dos meses nos escriben pidiendo que lo hagamos otra vez, así que ya lo teníamos todo listo para subirlo esta noche —Toni la miró con desilusión—. Tranquilo —dijo ella poniendo una mano en su hombro—, he hablado con mi compañera y le ha encantado la idea de cambiarlo por esto. He preparado las fotos que saqué de lo que queda del pueblo, las de la biblioteca, y además he añadido una del libro y otra de una página, a ver si alguien reconoce el texto o la letra del autor y nos ayuda a ubicarlo en el tiempo. Cuando llegue a casa lo publico.

    Horas más tarde el cansancio y el sueño sobrevolaron la fiesta. La gente empezó a marcharse. Toni se resistía, pero Eve ya se había quedado dormida en un rincón y Natalia insistió en que la fiesta había terminado para ellos. Él las llevó a casa resignado. Antes de meterse en la cama, Natalia encendió su ordenador portátil, se conectó a internet y se metió en su blog. Accedió a la configuración, hizo varios ajustes y cuando estuvo satisfecha lo publicó. Apagó el ordenador sin mirar siquiera cómo había quedado, se puso el pijama, se metió en la cama y le dio la espalda al sol, que ya entraba por la ventana.

    25 de diciembre de 1218.

    El rostro de Gonzalo se tiñó de naranja. La claridad le despertó y al abrir los ojos tuvo que levantar la mano por delante de la cara para que no le deslumbrase.
    —Miradlo bien —le dijo uno de los guardias con desprecio—, será la última vez que lo veáis.
    Se oía gritar a la gente en la calle. Habían madrugado para ver el espectáculo y el tenente no les decepcionaría. Sacaron a Gonzalo y su familia de las celdas y los llevaron a la biblioteca. Allí les esperaba una gran pira que algunos voluntarios se habían encargado de construir con las estanterías y los manuscritos de Gonzalo. Ataron a los cuatro al poste y la prendieron. Cuando el humo empezó a arrancar tos de los presentes, el espectáculo se siguió desde fuera. Las llamas treparon por paredes, columnas y techo, y pronto envolvieron el edificio en una gigantesca bola de fuego. Duró horas, pero se extinguió, y para sorpresa de los que allí quedaron, la biblioteca estaba en pie, intacta. El alcalde ordenó quemarla de nuevo, pero el resultado fue el mismo, así que sellaron puerta y ventanas para que nadie pudiese entrar jamás —o para que nada pudiese salir—. Monseñor decidió que aquello probaba que no se equivocaban con Gonzalo y que la biblioteca era la mismísima puerta al infierno, y el tenente, por temor a haber ejecutado a un discípulo del maligno, decretó que no habría más sacrificios, como demandaba Gonzalo. En el interior de la biblioteca, las estanterías también estaban intactas, como el resto del edificio, pero vacías a excepción de un manuscrito, en cuya tapa se podía leer: 1218. Relataba la vida de Gonzalo y su familia, y lo que el pueblo les había hecho, y quien lo leyera el día de Navidad sufriría la misma muerte que sufrieron ellos, y su vida se contaría en un nuevo manuscrito que llenaría las estanterías junto al primero. De cómo cada veinticinco de diciembre llegaba a una casa del pueblo al azar, nada se sabe, pero allí estaba, año tras año, envuelto como si de un regalo se tratase.

    25 de diciembre de 1397.

    Llara creyó que era para ella y le quitó el paño que lo cubría. Lo abrió, lo miró y, pensando que serían cuentos como los que su madre le contaba cuando iba a dormir, se lo llevó a sus padres con la ilusión de que le leyeran alguno.
    —¿De dónde salió esto hija? —preguntó el padre.
    Miró a su esposa, que encogía los hombros y le negaba con la cabeza. Puso el libro en sus rodillas, lo abrió y ambos leyeron con desconfianza. El libro se iluminó y los gritos fueron desgarradores. Cuando todo terminó, el libro desapareció en un fogonazo de luz tan intensa que Llara se vio obligada a cerrar los ojos.

    Sucedió hacía catorce años, pero lo recordaba como si hubiese sido el día anterior. Aquel día no entendió lo que había pasado, pero trece años después, empujada por la necesidad de culpar a alguien, viajó al pueblo en un descuido de su primo. Entró en la biblioteca y buscó el libro. Lo leyó. Lo volvió a leer. No podía creerlo, así que se lo llevó. Esperó pacientemente al día de Navidad y lo puso donde su primo pudiera verlo. Después de varios golpes por las explicaciones que no le satisficieron —de haberle satisfecho no hubieran cambiado los golpes, sino el motivo de los mismos—, leyó con curiosidad y a trompicones, casi balbuceando. El libro se iluminó y Llara se cubrió los ojos con las manos. Ya podía culpar a alguien, y no solo eso, sabía cómo castigarlos.

    Y eso era lo que estaba haciendo: castigarlos.
    El día anterior lo pasó arrancando páginas del libro y doblándolas cuidadosamente. Por la noche, al abrigo de las sombras, recorrió el pueblo deslizándolas por debajo de todas y cada una de las puertas. Cuando terminó, abrazó el libro y vagó por las calles taciturna, hasta que llegó a la biblioteca. Allí, en la puerta, se sentó a esperar. Poco después del alba notó el primer destello en el libro. Luego notó otro, y otro, y con cada destello del libro, uno igual salía del interior de la biblioteca.

    25 de diciembre de 2012.

    Al principio eran pocos y dispersos, luego fueron muchos, después costaba definir dónde terminaba uno y empezaba el siguiente y finalmente fueron tantos que el brillo era constante, sin parpadeos. Las paredes empezaron a temblar, los cristales estallaron y cientos de libros fueron vomitados por la ventanas durante horas. Todos tenían el mismo título: 2012.

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