22 de diciembre de 2012
Navidad. Después de los meses de verano, era el período de tiempo más
largo que Natalia pasaba en casa, en Murias de Paredes, un pueblo de apenas
quinientos habitantes de la provincia de León. El autobús de línea hizo su
única parada y ella bajó. Allí la esperaban Toni, con aquel viejo Citroën
Méhari naranja y sin techo que no se rompía nunca, y Eve —en realidad fue
Evencia lo que dijo el páter en la pila de bautismo, si bien es cierto que es
nombre más del agrado de los padres que de la hija—. Su casa no estaba lejos
—nada estaba lejos en un pueblo de quinientos habitantes—, aun así, Natalia
puso las maletas en la parte de atrás del coche, se acomodó junto a ellas
mientras sus amigos ocupaban las plazas delanteras, y aprovecharon el trayecto
para ponerse al día. Ella estudiaba Periodismo en la Universidad Complutense de
Madrid, Eve Bellas Artes en la de Salamanca y Toni se ocupaba de pastorear el
ganado de su familia: tenían muchas cosas que contarse los unos a los otros.
Más de las que daba tiempo en los diez minutos que tardaron en llegar y verse
obligados a posponer la charla para el día siguiente.
Por la mañana temprano Toni pasó a recogerlas con su viejo coche.
Llevaban comida para pasar el día fuera, algo que se había convertido en
tradición para ellos a lo largo de los años.
—No os lo vais a creer —dijo Natalia eufórica. Sus amigos esperaban—.
Hemos sido finalistas en los premios Bitácora.
—¿Los premios mitadqué? —preguntó Toni. Internet para él era poco más
que enviar correos electrónicos, y la noticia no le contagió la euforia
deseada.
—¿Sabes lo que son los Oscars, no? —dijo Eve dirigiéndose a él. Este
asintió con la cabeza—. Pues es lo mismo pero en vez de películas se premian
blogs.
La cara de Toni, y especialmente la mueca que la palabra
"blogs" había esculpido en ella, exigía las explicaciones que
ocuparon los minutos siguientes.
Natalia escribía un blog de misterios y leyendas junto con una compañera
de la facultad. A ambas les apasionaba el tema y en su tiempo libre
aprovechaban para bucear en los archivos de bibliotecas y colecciones privadas,
cuyas puertas tenían abiertas a cambio de la mención del propietario, casi
siempre importantes empresarios buscando vincular su nombre —y por ende el de
sus empresas— al mecenazgo.
—¿Y dices que os gustan los misterios? —preguntó Toni.
—¿Y a quién no? —dijo Eve mirando a Natalia.
—Mucho —contestó esta—. Pero no son los misterios en sí, sino
resolverlos. Sobre todo los históricos. Coger una pista, tirar del hilo y ver cómo
las piezas van encajando.
—Cuando dices históricos, supongo que te refieres a que ya no hay
testigos —dijo Toni sonriendo.
—Vivos —respondió Natalia—. No hay testigos vivos. En esos casos
preguntamos a los libros...
—Bastante más fiables —interrumpió Eve. Toni la miró contrariado—. No me
mires así, los libros no pueden aceptar dinero para cambiar la versión de los
hechos.
—Eso es verdad —dijo Natalia—, pero muchos escribanos se dejaban llevar
por la fantasía y adornaban en exceso sus escritos, dificultando distinguir
entre lo que ocurrió de verdad y lo que su imaginación añadía.
—¿Entonces? —preguntó Toni de nuevo.
—Hay muchas cosas que hablan si se sabe escuchar —contestó Natalia. Sus
amigos la miraban con intriga—. Documentos, cuadros, canciones, arquitectura. Y
eso sin tener en cuenta los hechos que conllevan consecuencias, las cuales
dejan un rastro en el tiempo.
—Interesante —reflexionó Toni pensativo—. ¿Resolverías un misterio para
mí?
Natalia y Eve se miraron sorprendidas.
—¿De qué se trata? —dijeron al unísono antes de reír a carcajadas.
—Os lo mostraré.
Media hora después el camino por el que Toni conducía desapareció y
empezó a zigzaguear por entre los árboles. Cuando no pudo continuar hizo bajar
a sus amigas e hicieron el resto del trayecto a pie.
—Aquí es —dijo Toni apartando unas ramas para que Eve y Natalia pudieran
pasar.
Un pueblo apareció ante ellos en mitad de La Guariza. Estaba en ruinas y
la vegetación lo había engullido casi por completo. Era grande, de unos mil o
mil quinientos habitantes, calcularon a ojo.
—Seguidme —dijo Toni guiándolas entre lo que antaño fueron calles.
Natalia los seguía como podía sin dejar de hacer fotografías—. Mirad esto.
Era una biblioteca. La vegetación también la cubría, pero estaba
intacta, como si hubiera sido construida recientemente.
23 de diciembre de 1218.
—¿Qué os parece? —dijo Gonzalo apartando las manos de delante de los
ojos de su esposa. Ella contempló el edificio con admiración.
—Me encanta. Habéis hecho un trabajo magnífico. ¿Y los manuscritos?
—Dentro. ¿Dónde si no? Permitid que os lo enseñe —dijo ofreciéndole su
mano izquierda y extendiendo la derecha hacia la entrada de la biblioteca en un
gesto de cortesía.
Su tamaño era ambicioso y las estanterías estaban ocupadas por más aire
que material didáctico: los años se encargarían de llenarlas. Leonor se detuvo
taciturna, cogió la mano de su esposo y le miró a los ojos.
—¿Creéis que servirá de algo?
—dijo.
—Ya veréis que sí. El tenente es hombre que atiende a razones y voto a
tal que darele eso y no otra cosa.
Las tierras de labranza en el lugar habían sido poco fértiles por
tradición y el hambre a menudo se paseaba por el valle. Un año las lluvias
fueron copiosas, y quiso el azar que tal hecho coincidiese con la prematura
muerte de una niña, de tan solo siete meses de vida, en el día de Navidad. Tanta
agua llevó abundancia a las cosechas y muchos quisieron ver más allá de la
casualidad. Al año siguiente se haría el primero de los sacrificios, y aunque
no siempre fueran útiles a su propósito, eso no impidió que, por si acaso, se
repitieran año tras año.
Gonzalo pensaba que todo era debido a la ignorancia, y se propuso
acercar la cultura a aquella gente para acabar con tal aberración, propia de
siglos ya pasados. Esas fueron las razones que expuso al tenente cuando le
abordó al terminar la misa y, junto con monseñor, los tres mantuvieron una
conversación en la que Gonzalo hablaba y los otros se dejaban seducir por las
bondades de la ignorancia, que cuando hace pareja con el poder son enemigos del
inocente. Uno interpretó aquello como una herejía y que la biblioteca que
Gonzalo había construido con sus propias manos era la mismísima casa del
Diablo, la puerta al infierno; y el otro, que como tal ardería, junto a los
herejes que la levantaron. Gonzalo temió por la vida de su esposa y por la de
sus hijas y empezó a andar despacio hacia atrás, con los ojos clavados en el
Cristo que colgaba de la pared, detrás del altar.
23 de diciembre de 1397.
Parecía que quisiera estrecharla con esos brazos abiertos. Agachó la
cabeza apesadumbrada, volvió a alzarla, se santiguó con una reverencia y se fue
de allí a toda prisa. Catorce años después, Llara volvía al pueblo que se había
visto obligada a dejar atrás, al quedarse sola tras la muerte de sus padres.
Por aquel entonces, no tenían dinero y sus bienes se reducían a la casa,
de escaso valor en un pueblo del que la gente quería irse y no lo contrario, y
si no lo hacían era porque un techo allí era mejor que el raso allá. En tiempos
de recursos limitados, una boca más que alimentar, si no era hijo o hija, era
gripe —para cuyo único remedio conocido era la distancia, cuanto más lejos más
eficaz—, lo que hizo que muchos oídos se volvieran sordos al conocerse la
noticia en el pueblo y de boca en boca se propagase por los alrededores. Fue un
primo lejano de su madre de más allá de Toledo quien, tras enviudar, y al no
tener vástagos, se ocupó de ella. Este pasaba fuera de casa largas
jornadas de duro trabajo, y necesitaba alguien que la adecentara y le
tuviese un plato de comida caliente en la mesa. La trató como a una hija —como él
creía que había que tratar a una hija— y le dio todo el cariño que le fue
posible —entre golpe y golpe—. El odio que atormentaba a Llara, lejos de desaparecer,
creció con los años.
No crecería más.
Anduvo con paso firme y sin desviar la mirada hasta que llegó a la
biblioteca. Entró y buscó el libro más antiguo. Pasó el dedo por los lomos del
resto de ejemplares buscando algo. Cuando lo encontró sacó un segundo libro,
los abrazó contra su pecho, y con paso firme de nuevo, sin desviar la mirada,
caminó hasta la casa que sus padres habían dejado vacía. Puso el libro más
antiguo encima de una mesa, y con el otro aún entre sus brazos, lo observó
taciturna.
23 de diciembre de 2012.
—¿Por qué lo miras así? —preguntó Toni—. ¿Lo habías visto antes?
—¿Eh? no, no —contestó Natalia aún pensativa—. Todos tienen un número
por título —dijo poniendo un dedo encima del libro—. Y todos son correlativos.
Empiezan con el 1218 —volvió a poner el dedo en el libro—, y terminan con el
1397.
—Falta uno —dijo Eve examinando las estanterías—. Aquí hay un hueco,
entre el 1382 y el 1384. ¿Quién lo habrá cogido?
—Por la capa de polvo aquí no ha entrado nadie en siglos —reflexionó
Natalia.
—¿Y qué es?, ¿una enciclopedia de historia con un tomo por cada año?
—preguntó Toni.
—Podría ser, pero ¿por qué empezar este año? —dijo Natalia cogiendo el
libro de la mesa y sosteniéndolo delante de su amigo—. ¿Y qué pasó en 1397? Hay
un libro por cada número excepto para el 1397, del que hay más de mil.
—Los libros lo dirán.
—Los libros no dirán nada Toni, porque eso es lo que pasó: nada.
—Supongo que estás hablando en términos históricos, porque es obvio que
algo pasó —intervino Eve incorporándose al grupo cuando se cansó de fisgonear.
—Eso teniendo en cuenta que la teoría de que los títulos se refieran a
años sea correcta —dijo Natalia.
—Tal vez pasó algo en el pueblo —sugirió Toni.
—Sí, bueno. La guerra civil española se documentó en bastantes menos
tomos —dijo Natalia con tono sarcástico.
—¿Y si no hablan de historia? —reflexionó Eve—. Puede que los números se
refieran a fechas, pero no tienen por qué relatar hechos históricos.
—Bien pensado —dijo Natalia pensativa.
Una luz de gran intensidad iluminó el interior de la biblioteca por un
instante. Unos segundos después un estruendo les hizo estremecer.
—Creo que deberíamos irnos —dijo Eve—. No me gustaría estar aquí cuando
esa tormenta arrecie, este sitio ya me pone los pelos de punta, no necesito
atrezo.
Toni se acercó a una ventana y observó el exterior con detenimiento.
—Tienes razón, esa tormenta está a unos treinta minutos —dijo—, y estará
lloviendo durante horas, si no marchamos ahora tendremos que hacer noche aquí.
—¿Estás seguro de eso? —preguntó Natalia. Toni la miró y sonrió—. Vale.
¿Sabes? —dijo mientras cogía el libro de encima de la mesa—, creo que la
meteorología deberían enseñarla los pastores, está claro que la que enseñan los
profesores no sirve para predecir el tiempo.
—¿Te llevas ese libro? —preguntó Eve.
—Sí. Sea lo que sea que cuenten, hechos históricos o una saga de
fantasía por entregas, este es el principio.
—Venga, marchemos —apremió Toni a sus amigas.
Salieron a la calle y caminaron con paso ligero hasta la calle
principal.
—¡Mierda! —exclamó Eve limpiándose la frente con la manga.
—Retiro lo que he dicho antes —dijo Natalia dirigiéndose a Toni—, los
pastores tampoco sabéis predecir el tiempo.
—¿Lo dices por estas gotitas de nada? —contestó él—. ¡En mi próxima
predicción las incluiré! —gritó mientras se alejaba de ellas corriendo.
Natalia cubrió el libro todo lo que pudo y echó a correr también,
seguida de Eve.
23 de diciembre de 1218
—No es necesario que corramos detrás de él —dijo monseñor recuperando el
aliento. El tenente paró en seco y Gonzalo desapareció calle abajo.
—Explicaos —balbuceó entre jadeos.
—¿Dónde creéis que va?
—A casa, supongo.
—Suponéis bien —dijo monseñor—. Ahora seguid suponiendo y decidme: ¿qué
creéis que hará cuando llegue a casa?
—Huir con su familia al cobijo de La Guariza. ¿No deberíamos impedirlo?
—Os desenvolvéis bien con la deducción, señor. Sin embargo carecéis de
perspectiva para hacer que una situación de desventaja os sea provechosa.
—No os entiendo monseñor. Dejaos de juegos, ¿adónde queréis llegar?—preguntó
el tenente con el ceño fruncido.
—Esos bosques son fríos, inhóspitos e interminables, y van a entrar con
dos niñas pequeñas, creedme, seguirán ahí al amanecer. Convocad al zalmedina y
organizad una batida. Que el pueblo participe y no tendréis que dar
explicaciones: los inocentes no huyen. Veréis como mañana hay contiendas por
encender las piras.
Si bien es cierto que el tenente carecía de perspectiva, no lo es tanto
que su habilidad con la deducción fuera tal, pues si a un hombre se le
garantiza la muerte en un cien por ciento, cualquiera sin dicha capacidad
podría llegar a la conclusión de que un porcentaje menor siempre le resultará
más atractivo, aunque conlleve dejarlo todo y adentrarse en un aciago bosque de
extensión incierta.
Los tonos rojizos del alba devoraban las sombras y el silencio era
derrotado por azadones y rastrillos
entrando y saliendo de la maleza en busca de carne. No encontraron, Gonzalo y
su familia se hallaban lejos. Alertados por el ruido que los improvisados rastreadores no consideraban
necesario ocultar, espabilaron a las niñas y se pusieron en marcha después de que
estas durmiesen unas horas.
En su huida de la iglesia, Gonzalo pensaba que monseñor y el tenente le
seguirían hasta su casa, así que corrió todo lo que fue capaz para tener cierta
ventaja, y al llegar, sólo cogió a sus hijas, unas mantas e instó a su esposa a
seguirlo. No tenían comida, el frío era húmedo y congelaba las palabras, y
Gonzalo y Leonor no habían dormido, velando por la seguridad de sus hijas en la
amenazadora oscuridad. Estaban cansados y débiles, y no sólo tenían que avanzar
con dos niñas a cuestas, sino que debían hacerlo más rápido que la hueste que
los perseguía, bien dormidos y desayunados, y entre los que se encontraban los
mejores hombres del zalmedina. Era una mala mano y ambos lo sabían.
No tardaron en caminar hacia el pueblo
rodeados de cientos de personas que les increpaban, escupían y arrojaban palos
y piedras —con cierta mesura, eso sí, impuesta por el zalmedina: tenían que
llegar al pueblo por su propio pie—. Una vez encerrados en el calabozo, el zalmedina
se abrió camino por entre el gentío, que seguía en la calle rugiendo y clamando
justicia, para ir a comunicarle al tenente el éxito de la misión. Cuando llegó,
agarró la aldaba y golpeó la puerta con determinación.
24 de diciembre de 1397.
Llara abrió con desconfianza. Al otro lado encontró una mujer mayor que
sonreía como si otro gesto no fuera posible en su rostro enjuto.
—Perdonad que os moleste joven, pero anoche vi candelabros encendidos y
como la casa lleva vacía... —se sujetó la barbilla con la mano derecha y apoyó
el codo en la mano izquierda, miró hacia arriba y entornó los ojos—, mi memoria
ya no es lo que era hija, pero más de diez años, de eso sí que estoy segura,
porque hace diez años tuve yo un problema de infestaciones desas que matome
media piara y para aquellos entonces túvemelas que apañar sola. Si don Sancho,
el señor que vivía aquí con esposa e hija —Seguía hablando y gesticulando sin
parar— hubiera estado, otro gallo hubiérame cantado, podéis creerlo. Así que
por aquellos entonces la casa ya estaba vacía. Mucho tiempo hija. Seguro que os
habéis dado una paliza a limpiar. ¿Habéisla comprado? Voto a Dios que extráñame
que alguien compre propiedades en este pueblo —Se acercó a Llara, se puso una
mano en el lateral de la boca y habló en voz baja—. Dicen que está maldito.
—Llara frunció el ceño, lo que dio pie a que la señora siguiese hablando—. No sabíais
nada, ¿verdad? Seguro que quien os la ha vendido no os ha dicho nada. Menudos
rufianes algunos. —Volvió a acercarse a Llara y a hablar en voz baja mirando a
uno y otro lado—. Pues sí hija, dicen que el mismísimo Lucifer era un ángel,
¿podéis creerlo? Dicen que de malo que era, echole Dios del cielo y cayó en
este pueblo. Que estuvo viviendo aquí como uno más, mientras construía la
biblioteca. —Señaló a lo lejos—. Y que cuando terminola, excavó un túnel a las
profundidades desde el interior, creó el infierno y quedose allí a vivir. Y todos los años en Navidad,
cuando celébrase el aniversario del nacimiento del hijo de Dios, sube por el
túnel y llévase a alguien del pueblo para mantener los fuegos vivos. Dicen que
para vengarse de él. —Señaló al cielo y se santiguó—. Al señor de esta casa y a
su esposa llevóselos. ¡Pobre Llara! —se lamentó—. Era la hija, una criatura de
apenas ocho años, Dios la tenga a bien...
El encuentro duraba demasiado y Llara decidió ponerle fin educadamente.
No creyó necesario desvelar su identidad —lo que no creyó necesario fue que el
encuentro se dilatara más aún—, de la misma manera que tampoco consideró
oportuno decirle que a sus padres no se los había llevado nadie a ningún
infierno: ella los vio morir.
La piel se derritió. La sangre chorreó e hirvió antes de llegar al
suelo. Los músculos se oscurecieron y se arrugaron ahogando los gritos. Los
órganos burbujearon antes de consumirse. Los huesos quedaron reducidos a polvo
primero, y a nada después. Nada. Eso es lo que quedó de ellos después de que ardieran,
o eso habría jurado Llara: que ardieron, si no llega a ser porque no hubo
llamas.
24 de diciembre de 2012.
—¿Cómo que no hay llamas? —preguntó la madre de Natalia contrariada—. Si
la encendió tu padre.
—No hay mamá —contestó Natalia moviendo los troncos en la chimenea—, se
habrá apagado.
—Pues tu padre salió. Anda, a ver si puedes encenderla tú, hija.
No se le daba bien, pero lo intentó. La temperatura caía por debajo de los
cero grados y eso era motivación suficiente para cualquiera. Después de algunos
infructuosos intentos, su madre había terminado en la cocina y se hizo cargo.
Natalia se dio una ducha y retomó el caso del misterioso pueblo. Quería dejarlo
terminado antes de cenar.
Por la noche, ella y sus amigos fueron a una fiesta organizada por el
Ayuntamiento para todos los jóvenes de los alrededores —y los no tan jóvenes
más atrevidos.
—¿Y qué, ya sabes algo del pueblo? —preguntó Toni.
—No he podido averiguar absolutamente nada —contestó Natalia—. Es como
si no hubiera existido.
—¿Y el libro? ¿Lo has leído? —se interesó Eve.
—Por encima. Es como una biografía. Habla de la vida de una familia del
siglo XIII a la que quemaron en la hoguera.
—¿Ya está? ¿Una biografía? —dijo Toni decepcionado.
—Bueno, lo curioso es que los quemaron en la biblioteca —añadió Natalia.
Sus amigos la miraban con incredulidad —. Yo me quedé igual. La biblioteca la
construyó la familia, así que podría tratarse de una licencia del autor,
quienquiera que fuese, porque no hay ninguna información, ni de quién lo
escribió, ni de cuándo, ni de nada. La verdad, no le veo el sentido.
—Menos sentido tiene que la biblioteca esté intacta si el autor dice la
verdad —dijo Eve.
—Eso es cierto —reflexionó Natalia pensativa.
—Entonces nos quedamos sin saber nada del pueblo, ¿no? —preguntó Toni.
—Para nada —contestó Natalia sonriendo—. He puesto en marcha el plan b.
—Que se trata de... —dijo Eve alargando la palabra.
—El año pasado, por estas fechas, estábamos investigando algo y llegamos
a un punto muerto —explicó Natalia—. No sabíamos qué hacer y se nos ocurrió
colgarlo en el blog a modo de juego. Esto sería un par de días antes de venirme
aquí. Cuando volví, después de las vacaciones, nos habían proporcionado tanta información
que pasamos casi un mes contrastándola toda. Desechamos la mayoría, pero el
misterio quedó resuelto. La experiencia gustó tanto que desde hace dos meses
nos escriben pidiendo que lo hagamos otra vez, así que ya lo teníamos todo
listo para subirlo esta noche —Toni la miró con desilusión—. Tranquilo —dijo
ella poniendo una mano en su hombro—, he hablado con mi compañera y le ha
encantado la idea de cambiarlo por esto. He preparado las fotos que saqué de lo
que queda del pueblo, las de la biblioteca, y además he añadido una del libro y
otra de una página, a ver si alguien reconoce el texto o la letra del autor y
nos ayuda a ubicarlo en el tiempo. Cuando llegue a casa lo publico.
Horas más tarde el cansancio y el sueño sobrevolaron la fiesta. La gente
empezó a marcharse. Toni se resistía, pero Eve ya se había quedado dormida en
un rincón y Natalia insistió en que la fiesta había terminado para ellos. Él
las llevó a casa resignado. Antes de meterse en la cama, Natalia encendió su
ordenador portátil, se conectó a internet y se metió en su blog. Accedió a la
configuración, hizo varios ajustes y cuando estuvo satisfecha lo publicó. Apagó
el ordenador sin mirar siquiera cómo había quedado, se puso el pijama, se metió
en la cama y le dio la espalda al sol, que ya entraba por la ventana.
25 de diciembre de 1218.
El rostro de Gonzalo se tiñó de naranja. La claridad le despertó y al
abrir los ojos tuvo que levantar la mano por delante de la cara para que no le
deslumbrase.
—Miradlo bien —le dijo uno de los guardias con desprecio—, será la
última vez que lo veáis.
Se oía gritar a la gente en la calle. Habían madrugado para ver el
espectáculo y el tenente no les decepcionaría. Sacaron a Gonzalo y su familia de
las celdas y los llevaron a la biblioteca. Allí les esperaba una gran pira que
algunos voluntarios se habían encargado de construir con las estanterías y los manuscritos
de Gonzalo. Ataron a los cuatro al poste y la prendieron. Cuando el humo empezó
a arrancar tos de los presentes, el espectáculo se siguió desde fuera. Las
llamas treparon por paredes, columnas y techo, y pronto envolvieron el edificio
en una gigantesca bola de fuego. Duró horas, pero se extinguió, y para sorpresa
de los que allí quedaron, la biblioteca estaba en pie, intacta. El alcalde
ordenó quemarla de nuevo, pero el resultado fue el mismo, así que sellaron
puerta y ventanas para que nadie pudiese entrar jamás —o para que nada pudiese
salir—. Monseñor decidió que aquello probaba que no se equivocaban con Gonzalo
y que la biblioteca era la mismísima puerta al infierno, y el tenente, por
temor a haber ejecutado a un discípulo del maligno, decretó que no habría más
sacrificios, como demandaba Gonzalo. En el interior de la biblioteca, las
estanterías también estaban intactas, como el resto del edificio, pero vacías a
excepción de un manuscrito, en cuya tapa se podía leer: 1218. Relataba la vida
de Gonzalo y su familia, y lo que el pueblo les había hecho, y quien lo leyera
el día de Navidad sufriría la misma muerte que sufrieron ellos, y su vida se
contaría en un nuevo manuscrito que llenaría las estanterías junto al primero.
De cómo cada veinticinco de diciembre llegaba a una casa del pueblo al azar,
nada se sabe, pero allí estaba, año tras año, envuelto como si de un regalo se tratase.
25 de diciembre de 1397.
Llara creyó que era para ella y le quitó el paño que lo cubría. Lo
abrió, lo miró y, pensando que serían cuentos como los que su madre le contaba
cuando iba a dormir, se lo llevó a sus padres con la ilusión de que le leyeran
alguno.
—¿De dónde salió esto hija? —preguntó el padre.
Miró a su esposa, que encogía los hombros y le negaba con la cabeza.
Puso el libro en sus rodillas, lo abrió y ambos leyeron con desconfianza. El
libro se iluminó y los gritos fueron desgarradores. Cuando todo terminó, el
libro desapareció en un fogonazo de luz tan intensa que Llara se vio obligada a
cerrar los ojos.
Sucedió hacía catorce años, pero lo recordaba como si hubiese sido el
día anterior. Aquel día no entendió lo que había pasado, pero trece años
después, empujada por la necesidad de culpar a alguien, viajó al pueblo en un
descuido de su primo. Entró en la biblioteca y buscó el libro. Lo leyó. Lo
volvió a leer. No podía creerlo, así que se lo llevó. Esperó pacientemente al
día de Navidad y lo puso donde su primo pudiera verlo. Después de varios golpes
por las explicaciones que no le satisficieron —de haberle satisfecho no
hubieran cambiado los golpes, sino el motivo de los mismos—, leyó con
curiosidad y a trompicones, casi balbuceando. El libro se iluminó y Llara se
cubrió los ojos con las manos. Ya podía culpar a alguien, y no solo eso, sabía
cómo castigarlos.
Y eso era lo que estaba haciendo: castigarlos.
El día anterior lo pasó arrancando páginas del libro y doblándolas
cuidadosamente. Por la noche, al abrigo de las sombras, recorrió el pueblo
deslizándolas por debajo de todas y cada una de las puertas. Cuando terminó,
abrazó el libro y vagó por las calles taciturna, hasta que llegó a la
biblioteca. Allí, en la puerta, se sentó a esperar. Poco después del alba notó
el primer destello en el libro. Luego notó otro, y otro, y con cada destello
del libro, uno igual salía del interior de la biblioteca.
25 de diciembre de 2012.
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