miércoles, 24 de septiembre de 2014

La fábrica de bombillas


    Acababa de empezar la Gran Guerra en Europa cuando, encontrándome en el ejercicio de buscar una ocupación remunerada, una noche soñé que un hombre de indumentaria pintoresca llamaba a mi puerta y me entregaba una carta igual de pintoresca que él, o que el conjunto de ambos. El sobre era del mismo color naranja intenso que su traje, la misiva era de color amarillo, también intenso, a juego con su camisa y su chistera, y estaba escrita con letras blancas, el mismo color que su corbata. Una combinación de colores que uno no elegiría para tal empresa, me refiero a la de la carta, por supuesto, cuyo objetivo era ser leída. Supongo que esas reglas no se dan en los sueños, en ellos puedes escribir blanco sobre amarillo y se podrá leer sin que a uno le hagan los ojos chiribitas. Y eso hice, la leí. Decía así:
    Ha sido seleccionado para trabajar en la fábrica de bombillas.
    Espero que la noticia le sea grata. Lea las condiciones descritas más abajo y, si está de acuerdo, firme donde pone su nombre. Si lo hace, me pondré en contacto con usted a la mayor brevedad posible.
    Tenga usted buen sueño.
    Atentamente: Jairo.
    Sí, firmé. ¿Por qué no? Era un sueño, aunque hubiera firmado encantado de no haberlo sido… De acuerdo, no lo hubiera hecho. ¿Un tipo vestido con un traje naranja, camisa y chistera amarillos y corbata blanca con una carta misteriosa? ¿Hubiera podido juzgarme alguien por no tomarle en serio? Cuánta magia hay en los sueños, que son capaces de abrir nuestra mente.
    La mañana siguiente desperté, desayuné y me dispuse a continuar la tarea que me había estado ocupando en las semanas anteriores. Me puse un traje limpio y me perfumé generosamente, pero no en exceso, porque la vista y el olfato toman muchas decisiones en cuestión de contratos. Cuando salí de casa no pude evitar echarle una mirada furtiva al buzón, como si una parte de mí se avergonzara de la otra por hacerlo. El color naranja en el interior llamó rápidamente mi atención y me acerqué con cierta desconfianza. Metí la mano por la ranura, hurgué con la punta de los dedos y extraje su contenido con la habilidad que años de práctica me habían conferido. Tenía la llave en el bolsillo, pero era un acto reflejo, un residuo de la niñez, de cuando no llevaba llaves que abriesen nada físico y los ojos me brillaban al ver que había correspondencia para mis padres y me esforzaba por sacarla de allí con aquellos deditos. La verdad, no sé que es lo que esperaba, siempre eran facturas. ¡Qué tontería!
    Aquel sobre era exacto al de mi sueño: el mismo color naranja intenso, amarillo intenso también en la misiva y, por supuesto, letras blancas, todo igual. Todo excepto el mensaje. No decía lo mismo, cosa por otra parte de notable razón, ya que no había en el pueblo o alrededores fábrica de bombillas alguna. Lo más parecido era la vieja factoría de conservas reconvertida en emporio de la golosina. Mientras Europa dedicaba sus recursos a producir obuses, aquí elaborábamos caramelos, chicles y regaliz. Y allí, precisamente, me instaba a presentarme el día siguiente y a preguntar por el tal Jairo, quién firmaba ambas cartas. Por lo menos no me la había entregado aquel hombre disfrazado, supuse, de caramelo de dos sabores. La carta tampoco me inspiraba mucha confianza, pero dada la naturaleza de los productos que representaba, me pareció que los colores, aunque algo agresivos, estaban justificados, así que lo hice, me presenté allí al día siguiente, con pocas expectativas, todo hay que decirlo, y solicité a don Jairo como se me había pedido.
    Estuve a punto de dar media vuelta y volver sobre mis pasos al ver aparecer a Jairo, como le gustaba que le llamasen, como más tarde me haría saber. Era el hombre que me entregó la carta en mi sueño y su indumentaria no difería en lo más mínimo de aquella. No sé porqué le seguí cuando me invitó a hacerlo, tal vez porque aquella factoría estaba lejos y no me gustan los viajes vanos, quizás porque cabía la posibilidad de que alguien me estuviese gastando una broma y quería ver hasta dónde llegaba, no lo sé, pero le seguí por varios pasillos hasta un pequeño almacén de apenas diez metros cuadrados, en cuya puerta se detuvo para buscar en uno de sus bolsillos y sacar una llave, lo que me extrañó sobremanera, porque estaba abierta de par en par. Dentro había decenas de paquetes apilados de cajas sin montar con el logotipo de la empresa en los laterales, al menos en el que quedaba a la vista. ¿Sería mi puesto? ¿Montar cajas de cartón y llevarlas a la sala de empaquetado? «No es tu puesto», dijo Jairo antes de que le preguntara. Cerró la puerta del pequeño almacén, metió la llave en la cerradura y un hilo de luz recorrió el marco hasta completarlo, hizo girar la cerradura y abrió. El pequeño almacén se había convertido en un espacio de proporciones extraordinarias donde centenares de personas trabajaban codo con codo: la fábrica de bombillas. «Trabajarás aquí», dijo. «Usarás esta puerta para entrar y salir. Toma la llave», añadió. Ninguna otra cosa. Yo crucé al otro lado de la puerta pensando que me seguiría, pero cuando me volví a mirar, él ya no estaba. Apenas tuve tiempo de fruncir el ceño, el señor Swift me cogió del brazo y mostró todo su entusiasmo con un generoso tirón que me colocó en la dirección pretendida por él. «Te enseñaré todo esto, muchacho», dijo. Y le seguí.
    Aquel lugar me pereció mágico. Había gente de todos los lugares del planeta hablando cada uno su lengua y, sin embargo, nos entendíamos los unos a los otros. Empezando por el señor Swift, que era un inmigrante británico afincado en Perth, Australia, y cuyo inglés no encontró obstáculo alguno en mi español para explicarme lo que mis ojos no eran capaces de entender: todas la ideas habidas y por haber nacían o habían nacido allí en forma de bombilla.
    «Este es tu puesto», dijo después de enseñarme el lugar. «Serás enroscador, como todos ellos», añadió. Se refería a todos los operarios que allí había. Todos éramos enroscadores, lo que facilitó mi aprendizaje, que, por otra parte, no entrañaba demasiada dificultad.
    Desconocía quién fabricaba los alumbros, simplemente salían de una apertura en la pared, en la cuál nacía la red de cintas transportadoras que los distribuía entre los enroscadores. Eran unos zoquetes redondos tallados a mano de forma exquisita. Lo deduje por sus irregularidades, no había dos iguales. Además, su aspecto era cálido y seductor, como todo lo artesanal. En el centro, una rosca era lo único que lo diferenciaba de un pisapapeles o una calza para mesas cojas… quizás un poco grueso para esto último. Repujados alrededor de la rosca, el nombre de una persona y una idea concreta. Mi labor era buscar su bombilla. Nunca, hasta la fecha, he sabido el origen de estas, solo que las almacenaban en cajas individuales, con el nombre de la persona a la que pertenecían escrito en el frontal. Había que localizar la que coincidiese con el nombre tallado a relieve en el alumbro y hallar la bombilla correspondiente dentro de ella, cuya idea, grabada en la ampolla, también coincidiese con la del alumbro. Después debía enroscarla en este, la bombilla se iluminaba y la idea nacía. Bastante sencillo a la par que extraordinario. Aunque en algunos casos era necesario dedicar un tiempo extra a buscar la bombilla, había cajas verdaderamente grandes. Recuerdo un nombre concreto: Thomas Alva Edison. Su caja era la más grande y la más manoseada. Prácticamente todos los enroscadores habíamos pasado por ella en alguna ocasión. Se hablaba de una visita suya a las instalaciones en calidad de invitado, allá por últimos del año 1879. Hay quién dice que las bombillas le llamaron la atención y que estuvo notablemente aplicado en su observación. Desconozco su veracidad.
    Pasaron los años y me casé, tuve hijos y formé una familia. Y pasaron más años aún de mucha felicidad. Supongo que la vida ha de compensar tanta dicha y quiso que uno de mis hijos, el menor, cayera enfermo. Una grave infección le afectaba a los pulmones y, lejos de mejorar, su aliento se apagaba un poquito más cada día sin que pudiéramos hacer nada. Hasta que se apagó del todo.
    La pena me consumió y empecé a deambular por la fábrica de bombillas con la vista perdida en el infinito. Hacía mi trabajo por inercia, la práctica de tantos años tenía ese peculiar efecto. No recuerdo de dónde salió, pero, en una de tantas jornadas de buscar, enroscar y pensar, sobre todo pensar, tropecé con Jairo. Se interesó por mi preocupación y le conté los hechos. Se lamentó, primero, y me habló, después, de una bombilla en cuya ampolla se podía leer la palabra penicilina. Pertenecía a un tal Alexander Fleming, y la penicilina en cuestión era una cura que trataba de manera revolucionaria las infecciones. Se volvió a lamentar, esta vez de que la bombilla siguiese en la caja del señor Fleming. «Es hora de ascender», añadió enigmáticamente con una mano sobre mi hombro antes de desaparecer, no sabría decir por dónde.
    En los días siguientes busqué, enrosqué y le di muchas vueltas a esa conversación y en una de las búsquedas, antes de llegar a la caja en la que se hallaba la bombilla que debía enroscar, me detuve, miré a la derecha y leí: Alexander Fleming. Titubeé un instante, pero me acerqué a la caja. Miré en su interior por pura curiosidad y vi la bombilla: penicilina. Estuve mirándola unos minutos sin hacer absolutamente nada hasta que, al fin, la cogí. Me aseguré de que nadie estuviera viéndome y la llevé a hurtadillas hasta el sistema de archivos del almacén. Encajé la ampolla boca abajo en la consola principal y una suerte de engranajes se oyó al otro lado de la pared. Unos minutos después, la ventana se abrió mostrando la ficha de la bombilla.
    Lo primero que me llamó la atención es que no tenía fecha. Eso era malo. Su alumbro podía tallarse al día siguiente, pero también podían pasar años hasta que eso ocurriera. Me pregunté cuántos niños podrían morir en todo ese tiempo y, sin pensar demasiado en las consecuencias, tomé una decisión. Anoté la dirección que del señor Fleming constaba en la ficha, desencajé la bombilla y, en vez de devolverla a su caja, la oculté y me la llevé a casa. Pensé que si la enroscaba en una lámpara del propio Fleming, tal vez la idea alumbraría. No sabía si aquello funcionaría, pero tenía que intentarlo. Al día siguiente iniciaría un viaje a Londres con una idea muy clara de lo que quería que pasase, pero no tan clara de lo que así sería.
    Me alojé en un hotel de pocos lujos y menos comodidades, suficiente para una siesta regeneradora después de reconocer la ciudad. Ese mismo día, el 28 de septiembre, a las cuatro de la madrugada, me deslicé en la noche londinense y de sombra en sombra logré alcanzar el Hospital St. Mary y colarme en el sótano vacío del laboratorio, donde trabajaba el tal Alexander. La adrenalina hizo que empezara a temblar sin control, así que debía darme prisa. Busqué una lámpara. Quitar la bombilla fue fácil, lo difícil fue enroscar la que yo llevaba. Después de varios minutos, varios intentos y varios verbos que preferiría no especificar lo conseguí. Dejé la lámpara en su sitio y salí de allí, retornando a las sombras que me llevarían de vuelta al hotel con discreción.
    Al amanecer regresé a casa y, después de un día de remordimientos que iban y venían por algo bien hecho y mal hecho a la vez, volví a mi trabajo como si nada hubiera pasado. Pero algo pasó. Mi puesto estaba ocupado por otro y todos me salían al paso para felicitarme. Jairo apareció por detrás de mí con su traje de bombilla y me abrazó con cariño. «Sabía que lo harías», dijo. «Ven conmigo», añadió, y me guió por la fábrica hasta el otro lado de la apertura en la pared. «Aquí es dónde se hacen los alumbros», explicó. Yo me quedé maravillado mirando a mi alrededor. Centenares de alumbrarios tallando a mano. Era todo tan artesanal. Me recordó al taller de Geppetto, tal y como yo lo imaginaba cuando, de pequeño, mi madre me leía el cuento de Pinocho. «Ellos deciden en qué momento debe nacer una idea. Su criterio es especial y no hay muchos como ellos. Tu has demostrado tenerlo también. Era el momento de que esa idea, la penicilina, naciera, y ese criterio especial tan escaso ha prevalecido sobre el hecho de que lo que hacías estaba prohibido. Las consecuencias a las que has decidido enfrentarte son estas. Estás preparado», dijo extendiendo la mano hacia un banco de trabajo vacío en el que descansaba un peto de cuero con mi nombre grabado.
    ¿Alguna vez habéis tenido una idea por casualidad? Si es así, yo tengo un compañero nuevo tallando alumbros.

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