Acababa de empezar la Gran Guerra en Europa cuando,
encontrándome en el ejercicio de buscar una ocupación remunerada, una noche
soñé que un hombre de indumentaria pintoresca llamaba a mi puerta y me
entregaba una carta igual de pintoresca que él, o que el conjunto de ambos. El
sobre era del mismo color naranja intenso que su traje, la misiva era de color
amarillo, también intenso, a juego con su camisa y su chistera, y estaba
escrita con letras blancas, el mismo color que su corbata. Una combinación de
colores que uno no elegiría para tal empresa, me refiero a la de la carta, por
supuesto, cuyo objetivo era ser leída. Supongo que esas reglas no se dan en los
sueños, en ellos puedes escribir blanco sobre amarillo y se podrá leer sin que
a uno le hagan los ojos chiribitas. Y eso hice, la leí. Decía así:
Ha sido seleccionado para trabajar en la fábrica de
bombillas.
Espero que la noticia le sea grata. Lea las condiciones descritas más
abajo y, si está de acuerdo, firme donde pone su nombre. Si lo hace, me pondré
en contacto con usted a la mayor brevedad posible.
Tenga usted buen sueño.
Sí,
firmé. ¿Por qué no? Era un sueño, aunque hubiera firmado encantado de no
haberlo sido… De acuerdo, no lo hubiera hecho. ¿Un tipo vestido con un traje
naranja, camisa y chistera amarillos y corbata blanca con una carta misteriosa?
¿Hubiera podido juzgarme alguien por no tomarle en serio? Cuánta magia hay en
los sueños, que son capaces de abrir nuestra mente.
La
mañana siguiente desperté, desayuné y me dispuse a continuar la tarea que me
había estado ocupando en las semanas anteriores. Me puse un traje limpio y me
perfumé generosamente, pero no en exceso, porque la vista y el olfato toman
muchas decisiones en cuestión de contratos. Cuando salí de casa no pude evitar
echarle una mirada furtiva al buzón, como si una parte de mí se avergonzara de
la otra por hacerlo. El color naranja en el interior llamó rápidamente mi
atención y me acerqué con cierta desconfianza. Metí la mano por la ranura,
hurgué con la punta de los dedos y extraje su contenido con la habilidad que
años de práctica me habían conferido. Tenía la llave en el bolsillo, pero era
un acto reflejo, un residuo de la niñez, de cuando no llevaba llaves que
abriesen nada físico y los ojos me brillaban al ver que había correspondencia
para mis padres y me esforzaba por sacarla de allí con aquellos deditos. La
verdad, no sé que es lo que esperaba, siempre eran facturas. ¡Qué tontería!
Aquel sobre era exacto al de
mi sueño: el mismo color naranja intenso, amarillo intenso también en la misiva
y, por supuesto, letras blancas, todo igual. Todo excepto el mensaje. No decía
lo mismo, cosa por otra parte de notable razón, ya que no había en el pueblo o
alrededores fábrica de bombillas alguna. Lo más parecido era la vieja factoría
de conservas reconvertida en emporio de la golosina. Mientras Europa dedicaba
sus recursos a producir obuses, aquí elaborábamos caramelos, chicles y regaliz.
Y allí, precisamente, me instaba a presentarme el día siguiente y a preguntar
por el tal Jairo, quién firmaba ambas cartas. Por lo menos no me la había
entregado aquel hombre disfrazado, supuse, de caramelo de dos sabores. La carta
tampoco me inspiraba mucha confianza, pero dada la naturaleza de los productos
que representaba, me pareció que los colores, aunque algo agresivos, estaban
justificados, así que lo hice, me presenté allí al día siguiente, con pocas
expectativas, todo hay que decirlo, y solicité a don Jairo como se me había
pedido.
Estuve
a punto de dar media vuelta y volver sobre mis pasos al ver aparecer a Jairo,
como le gustaba que le llamasen, como más tarde me haría saber. Era el hombre
que me entregó la carta en mi sueño y su indumentaria no difería en lo más
mínimo de aquella. No sé porqué le seguí cuando me invitó a hacerlo, tal vez
porque aquella factoría estaba lejos y no me gustan los viajes vanos, quizás
porque cabía la posibilidad de que alguien me estuviese gastando una broma y
quería ver hasta dónde llegaba, no lo sé, pero le seguí por varios pasillos
hasta un pequeño almacén de apenas diez metros cuadrados, en cuya puerta se
detuvo para buscar en uno de sus bolsillos y sacar una llave, lo que me extrañó
sobremanera, porque estaba abierta de par en par. Dentro había decenas de paquetes
apilados de cajas sin montar con el logotipo de la empresa en los laterales, al
menos en el que quedaba a la vista. ¿Sería mi puesto? ¿Montar cajas de cartón y
llevarlas a la sala de empaquetado? «No es tu puesto», dijo Jairo antes de que
le preguntara. Cerró la puerta del pequeño almacén, metió la llave en la
cerradura y un hilo de luz recorrió el marco hasta completarlo, hizo girar la
cerradura y abrió. El pequeño almacén se había convertido en un espacio de
proporciones extraordinarias donde centenares de personas trabajaban codo con
codo: la fábrica de bombillas. «Trabajarás aquí», dijo. «Usarás esta puerta
para entrar y salir. Toma la llave», añadió. Ninguna otra cosa. Yo crucé al
otro lado de la puerta pensando que me seguiría, pero cuando me volví a mirar,
él ya no estaba. Apenas tuve tiempo de fruncir el ceño, el señor Swift me cogió
del brazo y mostró todo su entusiasmo con un generoso tirón que me colocó en la
dirección pretendida por él. «Te enseñaré todo esto, muchacho», dijo. Y le
seguí.
Aquel
lugar me pereció mágico. Había gente de todos los lugares del planeta hablando
cada uno su lengua y, sin embargo, nos entendíamos los unos a los otros. Empezando
por el señor Swift, que era un inmigrante británico afincado en Perth,
Australia, y cuyo inglés no encontró obstáculo alguno en mi español para
explicarme lo que mis ojos no eran capaces de entender: todas la ideas habidas
y por haber nacían o habían nacido allí en forma de bombilla.
«Este
es tu puesto», dijo después de enseñarme el lugar. «Serás enroscador, como
todos ellos», añadió. Se refería a todos los operarios que allí había. Todos
éramos enroscadores, lo que facilitó mi aprendizaje, que, por otra parte, no
entrañaba demasiada dificultad.
Desconocía quién fabricaba
los alumbros, simplemente salían de una apertura en la pared, en la cuál nacía
la red de cintas transportadoras que los distribuía entre los enroscadores.
Eran unos zoquetes redondos tallados a mano de forma exquisita. Lo deduje por
sus irregularidades, no había dos iguales. Además, su aspecto era cálido y
seductor, como todo lo artesanal. En el centro, una rosca era lo único que lo
diferenciaba de un pisapapeles o una calza para mesas cojas… quizás un poco
grueso para esto último. Repujados alrededor de la rosca, el nombre de una persona
y una idea concreta. Mi labor era buscar su bombilla. Nunca, hasta la fecha, he
sabido el origen de estas, solo que las almacenaban en cajas individuales, con
el nombre de la persona a la que pertenecían escrito en el frontal. Había que
localizar la que coincidiese con el nombre tallado a relieve en el alumbro y
hallar la bombilla correspondiente dentro de ella, cuya idea, grabada en la
ampolla, también coincidiese con la del alumbro. Después debía enroscarla en este,
la bombilla se iluminaba y la idea nacía. Bastante sencillo a la par que extraordinario.
Aunque en algunos casos era necesario dedicar un tiempo extra a buscar la
bombilla, había cajas verdaderamente grandes. Recuerdo un nombre concreto:
Thomas Alva Edison. Su caja era la más grande y la más manoseada. Prácticamente
todos los enroscadores habíamos pasado por ella en alguna ocasión. Se hablaba
de una visita suya a las instalaciones en calidad de invitado, allá por últimos
del año 1879. Hay quién dice que las bombillas le llamaron la atención y que
estuvo notablemente aplicado en su observación. Desconozco su veracidad.
Pasaron
los años y me casé, tuve hijos y formé una familia. Y pasaron más años aún de
mucha felicidad. Supongo que la vida ha de compensar tanta dicha y quiso que
uno de mis hijos, el menor, cayera enfermo. Una grave infección le afectaba a
los pulmones y, lejos de mejorar, su aliento se apagaba un poquito más cada día
sin que pudiéramos hacer nada. Hasta que se apagó del todo.
La
pena me consumió y empecé a deambular por la fábrica de bombillas con la vista perdida
en el infinito. Hacía mi trabajo por inercia, la práctica de tantos años tenía
ese peculiar efecto. No recuerdo de dónde salió, pero, en una de tantas
jornadas de buscar, enroscar y pensar, sobre todo pensar, tropecé con Jairo. Se
interesó por mi preocupación y le conté los hechos. Se lamentó, primero, y me
habló, después, de una bombilla en cuya ampolla se podía leer la palabra
penicilina. Pertenecía a un tal Alexander Fleming, y la penicilina en cuestión era
una cura que trataba de manera revolucionaria las infecciones. Se volvió a
lamentar, esta vez de que la bombilla siguiese en la caja del señor Fleming. «Es
hora de ascender», añadió enigmáticamente con una mano sobre mi hombro antes de
desaparecer, no sabría decir por dónde.
En
los días siguientes busqué, enrosqué y le di muchas vueltas a esa conversación y
en una de las búsquedas, antes de llegar a la caja en la que se hallaba la
bombilla que debía enroscar, me detuve, miré a la derecha y leí: Alexander Fleming.
Titubeé un instante, pero me acerqué a la caja. Miré en su interior por pura
curiosidad y vi la bombilla: penicilina. Estuve mirándola unos minutos sin
hacer absolutamente nada hasta que, al fin, la cogí. Me aseguré de que nadie
estuviera viéndome y la llevé a hurtadillas hasta el sistema de archivos del
almacén. Encajé la ampolla boca abajo en la consola principal y una suerte de
engranajes se oyó al otro lado de la pared. Unos minutos después, la ventana se
abrió mostrando la ficha de la bombilla.
Lo primero que me llamó la
atención es que no tenía fecha. Eso era malo. Su alumbro podía tallarse al día
siguiente, pero también podían pasar años hasta que eso ocurriera. Me pregunté
cuántos niños podrían morir en todo ese tiempo y, sin pensar demasiado en las
consecuencias, tomé una decisión. Anoté la dirección que del señor Fleming
constaba en la ficha, desencajé la bombilla y, en vez de devolverla a su caja,
la oculté y me la llevé a casa. Pensé que si la enroscaba en una lámpara del
propio Fleming, tal vez la idea alumbraría. No sabía si aquello funcionaría,
pero tenía que intentarlo. Al día siguiente iniciaría un viaje a Londres con
una idea muy clara de lo que quería que pasase, pero no tan clara de lo que así
sería.
Me
alojé en un hotel de pocos lujos y menos comodidades, suficiente para una
siesta regeneradora después de reconocer la ciudad. Ese mismo día, el 28 de
septiembre, a las cuatro de la madrugada, me deslicé en la noche londinense y
de sombra en sombra logré alcanzar el Hospital St. Mary y colarme en el sótano vacío
del laboratorio, donde trabajaba el tal Alexander. La adrenalina hizo que
empezara a temblar sin control, así que debía darme prisa. Busqué una lámpara.
Quitar la bombilla fue fácil, lo difícil fue enroscar la que yo llevaba. Después
de varios minutos, varios intentos y varios verbos que preferiría no
especificar lo conseguí. Dejé la lámpara en su sitio y salí de allí, retornando
a las sombras que me llevarían de vuelta al hotel con discreción.
Al amanecer regresé a casa
y, después de un día de remordimientos que iban y venían por algo bien hecho y
mal hecho a la vez, volví a mi trabajo como si nada hubiera pasado. Pero algo
pasó. Mi puesto estaba ocupado por otro y todos me salían al paso para
felicitarme. Jairo apareció por detrás de mí con su traje de bombilla y me
abrazó con cariño. «Sabía que lo harías», dijo. «Ven conmigo», añadió, y me
guió por la fábrica hasta el otro lado de la apertura en la pared. «Aquí es
dónde se hacen los alumbros», explicó. Yo me quedé maravillado mirando a mi
alrededor. Centenares de alumbrarios tallando a mano. Era todo tan artesanal.
Me recordó al taller de Geppetto, tal y como yo lo imaginaba cuando, de
pequeño, mi madre me leía el cuento de Pinocho. «Ellos deciden en qué momento
debe nacer una idea. Su criterio es especial y no hay muchos como ellos. Tu has
demostrado tenerlo también. Era el momento de que esa idea, la penicilina,
naciera, y ese criterio especial tan escaso ha prevalecido sobre el hecho de
que lo que hacías estaba prohibido. Las consecuencias a las que has decidido
enfrentarte son estas. Estás preparado», dijo extendiendo la mano hacia un
banco de trabajo vacío en el que descansaba un peto de cuero con mi nombre
grabado.
¿Alguna
vez habéis tenido una idea por casualidad? Si es así, yo tengo un
compañero nuevo tallando alumbros.
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