miércoles, 30 de agosto de 2017

Crónicas de Imaginadantia: La puerta




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            Oscuridad.
            Las paredes se estremecen cada cuatro segundos, tremolan, se desencajan y vuelven a encajarse una vez y otra. Cada respiración es una sacudida que hace temblar el suelo que hay debajo de su cama hasta que el sol asoma por el horizonte, toca una ventana, la persiana de esta salta como un resorte y la luz se hace.
            Un hombre se despereza bajo las sábanas, las retira hacia atrás con un gesto vigoroso y se levanta de un salto. Es muy alto y muy arrugado. Su cabeza es desproporcionadamente grande comparada con el resto del cuerpo y su cuello casi inexistente, da la impresión de que aquella le saliera directamente de los hombros. Camina ligeramente encorvado, aunque es muy veloz para la fragilidad que transmite su aspecto. Se asea con meticulosidad y se viste con un traje de rayas blancas y negras. Las rayas son curvas y desiguales, no siguen un patrón determinado y se mueven con hipnotismo. Desayuna con glotonería y sale al exterior donde se despereza de nuevo, fuerte, como si fueran a crecerle los brazos. Mira hacia arriba y se sobresalta al no encontrar lo que busca. Otea los alrededores con ansiedad hasta que se detiene en un punto y resopla aliviado: lo ha encontrado. Pero se está moviendo y debe seguirlo. Entra en la casa y activa varios interruptores de palanca bastante voluminosos. Unos mecanismos en las vigas escupen vapor a presión y silban con violencia. Las vigas crujen y salen de la tierra, despacio, liberando la casa, que flota en el aire a medio metro del suelo. El hombre sale de nuevo al exterior, mira hacia arriba para asegurarse y rodea la casa con determinación para empujarla en la dirección correcta.

            La profesora de matemáticas se pasea entre los pupitres dejando los exámenes encima de éstos. Algunas notas las dice en voz alta. Las más destacadas, no siempre por buenas.
            —Un dos con cuatro, Francisco. Hay que esforzarse más. Muy bien Noemí, un diez. Otra vez —dice.
            Noemí se sonroja y esconde la mirada. La profesora le pone la mano en el hombro, no es su intención  incomodarla, pero cree que es bueno que sus compañeros vean en ella un ejemplo en el que fijarse.
            Terminan las clases y las aulas quedan vacías. Noemí vive a un par de kilómetros de la escuela campo a través. Tardará en llegar a casa, pero no le importa, le gusta recorrer esos caminos. Algunos de ellos lo son porque ella pasa por allí todos los días, si no, serían más trigo, o más margaritas, o más amapolas. Camina casi con los ojos cerrados, mirando con la nariz, como los perros. Le gusta mirar así, puede ver cosas que los ojos no conocen, como la vanidad de las flores o el petricor, arrogancia de la lluvia que anuncia su llegada porque se sabe inexorable. También puede ver cosas que no deberían estar allí, como un intenso y agradable olor a coco. Se detiene, abre los ojos y mira alrededor. Hay algo a lo lejos, pero no puede distinguir de qué se trata a tanta distancia, así que camina taciturna en esa dirección moviendo la nariz. Parece una casa en medio de la nada. «¿De dónde habrá salido?», se pregunta. «¿Quién vivirá en ella?».

            El hombre deja de empujar la casa. Se asoma por el lateral y mira hacia arriba. Resopla. «Creía que no pararía nunca», piensa. Da unos pequeños empujones más hasta que la casa está a su gusto y entra para activar los interruptores de nuevo. Las vigas penetran en el suelo anclándola con firmeza. Coge una silla plegable y sale al exterior, la abre y se sienta. Se mueve de un lado a otro intentando encontrar una postura cómoda sin éxito. Se levanta, cierra la silla y entra en la casa con ella. Al rato sale cargado con un sillón orejero que coloca en el mismo sitio. Se sienta. Se recuesta con la piernas bien estiradas. «No». Se incorpora y se inclina hacia la izquierda sacando las piernas por encima del brazo derecho del sillón. «No me gusta». Se levanta de nuevo y entra en la casa cargado con él. Vuelve a salir, esta vez con un tablón de madera de unos dos metros de largo por uno de ancho que deja en el suelo. Mira a su alrededor buscando algo que no encuentra. Entra otra vez en la casa. Sale con unos ladrillos, hace cuatro columnas de la misma altura y pone la tabla encima a modo de mesa. Regresa al interior de la casa y sale con un colchón a cuestas que acomoda encima de la tabla. Se tumba y sonríe. «Ahora sí».
            —Hola —dice una voz.
            —¡¿Qué?! ¡¿Quién anda ahí?! —grita sobresaltado mientras se incorpora.
            —Me llamo Noemí. Su casa huele a coco. Se puede oler desde el camino —dice señalando.
            —Está hecha con cáscara de coco. ¿Por qué vienes a mi casa a decirme cosas que ya sé? Anda, lárgate de aquí, niña —dice el hombre con desdén tumbándose de nuevo.
            —Tengo quince años, ya no soy una niña.
            —Pues lárgate de aquí, mujer. Déjame descansar. Llevo horas empujando la casa, estoy exhausto.
            —¿Empujando la casa? ¿Así la ha traído hasta aquí? ¿Por qué?
            —Porque sí. ¿Te vas a ir? —dice el hombre dándole la espalda.
            —¿Y por qué no descansa dentro? Nadie le molestaría.
            —Porque tengo que vigilar la puerta. —La chica mira la puerta de la casa extrañada—. Esa puerta no —dice él sin mirarla siquiera—.  ¡Esa puerta! —sentencia señalando hacia arriba.
            Noemí levanta la mirada con recelo y se sorprende al descubrir una puerta de madera, muy vieja, que se suspende en el aire a diez metros del suelo. No tiene bisagras ni pomo.
            —¡Hala! —exclama maravillada. No puede dejar de mirarla con los ojos abiertos como platos y las preguntas le surgen una tras otra—. ¿Adónde va?
            —Al otro lado.
            —¿Y cómo se llama?
            —Puerta.
            Noemí sonríe.
            —Qué gracioso es usted —dice.
            Cuando sonríe los ojos se le cierran del todo formando una U invertida.
            —Gracioso. Soy gracioso —gruñe el hombre entre dientes.
            —¿Cómo se llama el otro lado de la puerta? —El hombre hace ademán de decir algo—. ¡Espere! —interrumpe Noemí—. El otro lado de la puerta, no. El otro lado al que da la puerta —corrige para que la respuesta solo pueda ser la que ella busca. El hombre abre la boca para hablar—. ¡No, no! —rectifica ella, pensativa, interrumpiéndole de nuevo. El rostro del hombre adquiere un color rojizo y un tic se apodera de su ojo izquierdo—. El otro lado al que se accede a través de la puerta. O, mejor...
            —¡Vale, vale, tú ganas! —dice él resignado—. Si prometes que después te vas a ir, te lo digo.
            —Lo prometo.
            —Imaginadantia. La puerta va a Imaginadantia. Adiós.
            —¿Imaginadantia? —pregunta Noemí—. ¿Qué lugar es ese?
            —El lugar que hay al otro lado de esa puerta. Lo has prometido, vete.
            —He prometido que me iría después de que me dijese su nombre y ahora es después, pero dentro de una hora también será después.
            —¿Me has engañado? —dice el hombre indignado.
            —No. Solo hago lo que usted. Utilizo el sentido literal de lo que me dice.
            El hombre arruga el morro y le da la espalda a la chica con un gesto de arrogancia. Noemí lo mira con ternura y sonríe.
            —De acuerdo, me voy, no quiero que se enfade conmigo —dice. Él la mira por encima del hombro—. ¿Entonces no me puede decir nada de ese sitio?
            —Si, claro que sí. Allí los perros comen pienso, igual que aquí. ¿Quieres saber qué pienso? —La chica asiente con la cabeza ilusionada—. Pues pienso que deberías irte... ¡y dejarme tranquilo! —grita.
            La cara le vuelve a adquirir un color rojizo, pero más intenso, el tic de su ojo izquierdo aparece de nuevo y da la impresión de que, de un momento a otro, vaya a salirle humo de las orejas. Noemí se queda paralizada, asustada y divertida por igual. Al final estalla en carcajadas ante la perplejidad del hombre. Cuando para de reírse, lo mira  con ternura y se marcha. La esperan en casa y ya se ha entretenido demasiado.

            Al día siguiente la casa de cáscara de coco se tambalea de un lado a otro. Se oyen ruidos de golpes que salen del interior. También se oye un motor. Y un martillo neumático. Y un grito de dolor. Y esparadrapo. Y más golpes. Las paredes se comban violentamente hacia el exterior dejando escapar chorros de humo y luego vuelven a ajustarse en un nuevo sitio. Poco a poco cambia de forma. Más ruidos, más contorsiones y una casa completamente distinta, de cáscaras de coco, da paso al silencio.

            Terminan las clases. Noemí coge un par de libros que utilizará para hacer un trabajo de redacción, una caja de metal con dulces caseros y se apresura a salir de allí.

            El hombre sale al exterior jadeando. Tiene la ropa empapada en sudor. También la cabeza. Se desnuda en un lateral de la casa y acciona una manivela. Varios tubos con una ligera curvatura en la punta salen de la pared y giran repartiendo agua en espiral. Acciona otra manivela y el agua se convierte en espuma jabonosa. Se frota bien. De nuevo agua sola para aclararse. Cierra el agua y acciona una tercera manivela. Ahora los tubos soplan aire. El hombre abre los brazos y da vueltas sobre sí mismo. Cuando está seco, desconecta los tubos, se viste con un traje limpio igual que la anterior y se tumba en la cama visiblemente cansado.
            —Hola.
            —¡¿Pero qué...?! —exclama sobresaltado—. ¿Tú otra vez? ¿Se puede saber qué es lo que quieres?
            —Le he traído unos dulces —dice Noemí. Extiende los brazos y le ofrece la caja—. ¿Qué le ha pasado a la casa? Está distinta.
            —¿Por qué no...? ¿Por qué...? —balbucea el hombre sin apartar la vista de la caja—. ¿Unos dulces, dices?
            —De avellanas, vainilla y miel.
            —¿Miel? ¿Vainilla? —dice el hombre relamiéndose.
            —Y avellanas.
            —Me encantan las avellanas.
            —Los he hecho para usted. Coja uno.
            —¿Los has hecho tú? Seguro que están malos —dice con desdén. La chica abre la caja, coge un dulce y lo muerde. El hombre retira la mirada—. ¡Quiero que te vayas! —refunfuña.
            —Bueno, si es lo que quiere... —dice ella con la boca llena. Apenas se la entiende.
            —Puedes dejar la caja si quieres —dice él dándole la espalda.
            —Podría dejarla —contesta Noemí. Se llena los carrillos y habla como puede—. De veras podría, si no los hubiese probado. Están… Están… —balbucea y hace largas emes y se chupa los dedos y luego se chupa los dedos haciendo largas emes a la vez.
            El hombre mira por encima del hombro y farfulla de mala gana:
            —Está bien, puedes quedarte —dice. Se incorpora, se sienta en el borde de la cama y extiende los brazos—. Dámelos.
            —Se los doy si me contesta a una pregunta.
            —No, me los das porque dejo que te quedes —protesta. Ella se hace la dura—. Dámelos te digo.
            Noemí le da un buen bocado al dulce y lo saborea. El hombre aparta la mirada. Ella retoma las largas emes. Él se tapa los oídos. Ella acerca la caja a su nariz y él intenta arrebatársela, pero Noemí es más rápida. El hombre la mira con el morro arrugado.
            —Está bien —refunfuña con resignación—. Una pregunta.
            —¿Qué es imaginadantia? —dice. El hombre se hace el remolón y Noemí introduce la mano en la caja—. Creo que cogeré otro.
            —¡¿Qué haces?! ¡Te los vas a comer todos!
            —Si no los quiere —dice ella masticando.
            —¡Vale, vale! Pero dame uno, por favor.
            Noemí le da un dulce, se sienta a su lado en la cama y durante un rato mastican sin hablar. Solo se miran. El hombre coge otro. Y otro. Y otro más.
            —Pues... sí que... están ricos —dice a carrillos llenos—. ¿Y dices que... los has hecho tú?
            —¿Le gustan?
            —Deliciosos. Deliciosos.
            —¿Se los va a comer todos? —dice Noemí.
            —Creía que los habías traído para mí. —Ella asiente—. Entonces yo decido cuando me los como. —Noemí sonríe con ternura—. Imaginadantia —dice el hombre limpiándose la boca con la manga. Coge otro dulce de la caja y lo sostiene frente a la chica—. Imagina que este dulce tiene ojos. —Noemí asiente con entusiasmo—. Ahora imagina que tiene brazos. Y piernas. Imagina también que te habla. ¿Lo has hecho? ¿Lo has imaginado?
            —Sí —dice nerviosa.
            —Si lo has imaginado, ya existe.
            —No lo entiendo.
            El hombre señala la puerta arriba, en el aire, y Noemí se muestra desconcertada en un primer momento pero se maravilla cuando lo comprende.
            —Cualquier cosa que hayas imaginado está ahí. Y lo que imagines, estará.
            Durante un buen rato, Noemí no deja de mirar la puerta con anhelo. A su lado, el hombre come dulces sin parar.
            —¿Ha ido usted alguna vez? —dice ella.
            —Muchas.
            —¿Puedo ir yo?
            —No.
            —¿Por qué?
            —Porque no.
            —Eso no es una respuesta —dice Noemí indignada.
            —Pues yo creo que lo es. Y no puedes ir.
            —Pero usted va.
            —Cuando es necesario. Es mi trabajo —dice el hombre sin parar de comer.
            —¿Y cuándo es necesario? Creía que su trabajo era vigilar la puerta.
            —Haces muchas preguntas, jovencita. ¿Sabes contar? Porque yo sé contar y hace tiempo que has sobrepasado el límite de una.
            —No es justo, usted sigue comiendo.
            —Los términos del acuerdo los has establecido tú. Y yo he cumplido mi parte. Tú, sin embargo, sigues aquí. Y sigues haciendo preguntas —dice el hombre. Ladea la caja de los dulces, ya vacía, le da unos golpecitos para despegar las migas de las paredes, las amontona en un rincón y se la lleva a la boca. Echa la cabeza hacia atrás y deja caer las migas—. No hay más—gruñe con desdén dejando la caja en el regazo de la chica.
            —¿Por qué está ahí arriba?
            —Las puertas están donde están. Saber por qué está ahí arriba no te ayudará a cruzarla. ¿Tienes hora?
            —Sí —contesta ella confundida.
            —Pues yo no y sin embargo sé qué hora es. ¿Quieres saber qué hora es? —La chica se encoge de hombros y hace ademán de mirar el reloj en su muñeca—. Ese reloj no te lo dirá.
            —¿Por qué?
            —¡Porque es hora de que te vayas! —exclama con energía. Se tumba en la cama y se gira hacia el otro lado.
            Noemí está desconcertada. Pero en seguida se recompone y ríe a carcajadas. El hombre mueve la cabeza para mirarla.
            —¿Aún sigues aquí? —dice.
            —Es usted muy gracioso.
            —Pues no quiero ser «un hombre gracioso», quiero ser «un hombre solo». ¿Me ayudas?
            —¿Tampoco quiere ser «un hombre comiendo más dulces»?
            —¿De qué hablas? Se han acabado —dice él con desdén.
            —He imaginado una caja llena de los dulces que se acaba de comer. Ahora estará allí —dice señalando la puerta arriba.
            —Cualquiera puede imaginarlo —refunfuña.
            —Sí, cualquiera puede imaginar unos dulces con el aspecto que tenían los míos, pero solo yo conozco los ingredientes y la proporción de cada uno —dice Noemí. Mira de reojo al hombre—. La caja que he imaginado es de color marrón con lunares blancos. Podríamos ir a buscarla.
            —O podrías irte a tu casa.
            Después de una pausa, Noemí se levanta.
            —Pues si no quiere que vayamos a buscarlos, me marcho.
            El hombre se incorpora y se gira para comprobarlo. La sorpresa de su rostro da paso a la oportunidad. Ella se aleja y sonríe.
            Noemí cree que es suficiente y se detiene. Se oculta en la distancia para no ser descubierta y observa. El hombre no está en la cama. La puerta de la casa se abre y sale de ella con una sencilla escalera de madera de un metro de altura. La apoya en el suelo debajo de la puerta de Imaginadantia y los largueros crecen y los peldaños se reproducen hasta alcanzarla. Sube por ella y cruza al otro lado. Noemí aprovecha para volver. Se acerca taciturna a la escalera, la agarra con firmeza y duda. Mira hacia arriba y sin darse cuenta tiene un pie en el primer escalón. El segundo pie sube al segundo escalón. El primer pie avanza al tercero... Está arriba. Empuja la puerta. Entra.
            Color.
            Rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil, violeta, rosa. Camina sin decidir qué mirar, porque si se decide por una cosa se perderá otra y quiere verlo todo. Al mismo tiempo a ser posible. Un intenso aroma le hace entornar los ojos y respirar profundamente. Pero no los cierra, no esta vez. No reconoce el olor, pero le gusta y mueve la nariz embelesada.
            Un tirón en la muñeca izquierda le saca del hechizo al que parece haber sido sometida, alguien intenta arrancarle el reloj.
            —¿Qué haces? —dice Noemí mientras retira el brazo en un acto reflejo. Se sorprende al ver quién intenta robarle—. ¿Eres un violín?
            —Sí, lo soy. ¿Por qué? ¿Acaso eres linonofóbica? —Ella frunce el ceño y niega con la cabeza—. ¿Xilofóbica? ¿Melofóbica? —Noemí se encoge de hombros—. ¡Vale! ¿Me lo das? —dice forcejeando con la chica para arrancarle el reloj de la muñeca.
            —No —contesta ella. Retira la mano y la correa se desprende de la caja—. ¡Me lo has roto!
            —¿Entonces ya no lo quieres? —dice el violín con entusiasmo sin importarle lo más mínimo los sentimientos de la chica.
            —¡Claro que sí! —contesta Noemí.
            —¿Por qué? Está roto.
            —La correa está rota, el reloj funciona.
            —Pero no podrás abrochártelo bien y lo perderás. Al final no será de ninguno, ni tuyo ni mío, y yo lo necesito. ¿Por qué no me lo das?
            —Porque es mío.
            —Eso no es un motivo, si me lo das dejará de ser tuyo. Anda, dámelo.
            —No. ¿Por qué insistes tanto? ¿Para qué lo necesitas?
            —Porque no tengo sentido del tiempo —Noemí se extraña—. Te haré una demostración. Interpretaré un tema que me gusta mucho: November, de Max Richter.
            El arco ataca con violencia las cuerdas y un ruido atronador de tan solo un par de segundos obliga a Noemí a taparse los oídos.
            —¿Qué ha sido eso? —pregunta.
            —Te lo he dicho: November, de Max Richter. De principio a fin.
            —¿La has tocado entera?
            —Enterita. ¿Ves lo que te digo? Necesito tu reloj.
            —No es un reloj lo que necesitas —dice Noemí. Cierra los ojos, extiende una mano, se concentra y un metrónomo de madera aparece en ella—. Toma —dice. Pone el metrónomo en el suelo y lo hace funcionar—. Prueba con esto. Interprétala otra vez.
            El violín desconfía, nunca ha visto algo así y no sabe lo que es, pero alza el arco y este se desliza con suavidad por las cuerdas al ritmo marcado por el metrónomo. La sorpresa inicial se desvanece, se deja llevar y las notas se abren paso por los oídos. Noemí tuerce la cabeza, le gusta lo que oye. Otros violines, violas y chelos se acercan y lo acompañan en la interpretación. Ella se emociona, guarda el reloj roto en el bolsillo, se despide con la mano y se marcha con la música de fondo. El violín sonríe agradecido y sigue interpretando.
            Un río serpentea a metro y medio del suelo, sin lecho, solo el agua y lo que esta contiene. Noemí se acerca, mete una mano y se la lleva a la boca. Está fresca. Y dulce. Se agacha para cruzar al otro lado por debajo. Dentro del agua puede ver martillos con ojos nadando corriente arriba. Un diminuto submarino va tras ellos disparando clavos. Al otro lado del río una manada de elefantes de patas extraordinariamente largas y delgadas cruza delante de ella. Llevan edificaciones en sus lomos. No puede dejar de mirar las maravillas que la rodean, pero tiene que seguir caminando, el hombre no debe estar lejos. Cruza un camino de baldosas amarillas para llegar a una construcción, tal vez el hombre esté dentro. Una especie de oso erguido con aspecto de simio peludo, de un metro de altura, vigila una puerta. Sostiene un palo un poco más alto que él con una punta de lanza atada a un extremo. Le niega el paso. Ella intenta preguntar, pero no se entienden. El centinela se pone agresivo y Noemí retrocede y cae al suelo.
            —¿Necesitas ayuda? —dice una voz a su espalda.
            Noemí gira la cabeza con recelo. Un hombre joven le tiende una mano. Su aspecto es agradable. Viste un traje de dos piezas de color azul y beis, pero de patrón indefinido, cambiante: El pantalón es azul y se va tiñendo de beis de abajo arriba, mientras que la chaqueta es beis y se va tiñendo de azul de arriba abajo, ambos sincronizados. Cuando el proceso termina, el pantalón se vuelve azul de repente, la chaqueta beis, y comienza de nuevo.
            —Estoy buscando a un hombre —dice ella. Coge su mano y se levanta.
            —Pues no lo encontrarás ahí dentro, te lo aseguro. Vayámonos de aquí.
            —¿Cómo te llamas? —pregunta Noemí. Se sacude la ropa y caminan.
            —Onai. Eres nueva por aquí, ¿verdad?
            —Yo me llamo Noemí. Sí, soy nueva.
            —Encantado, Noemí. ¿Y cómo es ese hombre que buscas?
            Noemí le describe al hombre y le cuenta lo de la caja de dulces.
            —¿Una caja de dulces, dices? ¿La imaginaste en algún sitio en concreto, o solo la imaginaste?
            —Solo la imaginé —dice la chica.
            —Entonces debe estar en Dulceria. Aquí las cosas funcionan con cierta coherencia, ¿sabes? Si imaginas un pastel en tu mano, aparecerá ahí, pero si no imaginas un contexto, aparecerá en Dulceria.
            —¿Dulceria?
            —Te gustará, ya lo verás. Está por allí, a unos pocos pasos. —Noemí frunce el ceño mirando en la dirección que Onai señala. Hasta donde puede ver, no hay nada. Se gira hacia él confusa—. No vamos a ir andando —dice divertido—. Solo tienes que imaginar que estás allí —señala—, donde alcanzas a ver, y estarás. A eso le llamamos paso.
            Noemí se fascina y lo pone en práctica. De repente está donde había imaginado. Mira a su alrededor con los ojos bien abiertos. Onai señala en una dirección y ella vuelve a imaginar para desplazarse hacia allí. Y otra vez. Y otra. Y llegan a un bosque. Noemí siente que algo cruje a sus pies. Lo recoge. Es un fruto de cáscara muy dura, parecida a la de las almendras. Termina de romperla y observa que la semilla es una moneda. Mira hacia arriba y descubre con asombro que las hojas de los árboles son billetes. Onai le toca el hombro y señala de nuevo. Ella se guarda la moneda en el bolsillo e imagina. Desde donde aparecen esta vez pueden ver Dulceria y deciden caminar el último tramo en el que son asaltados por un número cuatro de un metro de altura que les ofrece un tarro.
            —¿Un deseo? —dice el número con voz profunda.
            —No, gracias —contesta Onai con cortesía. Noemí le mira extrañada—. Son deseos —explica él—. Deseas algo, abres el tarro y se cumple.
            —¿En serio? —Saca la moneda que se guardó en el bolsillo y se la ofrece al cuatro—. Deme uno.
            —¿Qué demonios es eso? —espeta el cuatro indignado— ¿Una moneda? ¿Es una moneda? Pero si crecen en los árboles —dice—. ¿No tienes otra cosa? ¿Un aspa? ¿Una radical? ¿Unos paréntesis?
            —Tengo un reloj, pero está roto. —El cuatro retira la mirada con desdén—. ¿De dónde saco esas cosas? —dice la chica mirando a Onai.
            —Solo tienes que imaginarlas.
            —¡Claro! —dice—. Entonces, ¿para qué sirven los tarros? —pregunta confusa. Onai asiente con condescendencia y la chica comprende.
            —Me quedaré con la moneda —dice raudo el número. La arranca de la mano de Noemí y pone el tarro en su lugar—. Estoy cansado de ser un cuatro —sentencia.
            Noemí se guarda el tarro completando así el intercambio y el número cuatro se transforma en cinco. Este observa su nuevo aspecto y se congratula. La chica lo mira confusa.
            —Acaba de... —balbucea—. Era un cuatro y ahora... —dice perpleja.
            —Vamos. Está ahí mismo —dice Onai tirando de ella con suavidad. Y ambos caminan el último trecho—. ¿Qué le ha pasado a tu reloj?
            —Un violín ha intentado robármelo poco después de entrar por la puerta y en el forcejeo se ha roto la correa. ¿Puedes creerlo? Mi primera experiencia en Imaginadantia es que me roben.
            Noemí le explica toda la historia con el violín. Onai se extraña.
            —¿Y dices que has entrado por una puerta?
            —Sí, claro —contesta ella extrañada.
            —Pensé que habías aparecido sin más. Aquí las cosas aparecen de la nada, no están y, de repente, están.
            —No, no he aparecido sin más. Vengo del mundo real —dice ella.
            Onai muestra un inusitado interés por el origen de Noemí. Existe un libro: Realidades, que habla de un mundo diferente a Imaginadantia, pero él siempre ha creído que se trataba de fabulaciones. Habla de una puerta y su guardián, pero no dice nada de su localización. Interroga a Noemí sobre las cosas que ha visto desde que la cruzó para descubrir dónde está con exactitud.
            —Hemos llegado —dice señalando—. Yo no puedo acompañarte. Lo lamento.
            —¡Oh! —exclama Noemí con tristeza—. Muchas gracias, me has ayudado mucho. ¿Seguro que no puedes quedarte? —Onai niega con la cabeza— ¿Es que no te gustan los dulces?
            —No, no es eso —dice sonriendo—, es que tengo que marcharme. Seguro que nos vemos pronto.
            —¿Y si no está aquí?
            —Estará, créeme. Si no, no sé dónde buscarle, así que no te sería de ayuda.
            Onai da media vuelta y camina con paso ligero. Noemí mueve la mano para despedirse y observa cómo se aleja durante un rato. Se gira, mira el gran arco que da la bienvenida a Dulceria y camina hacia él.
            Huele muy bien. A vainilla, a canela, a chocolate, a manzanas asadas... A la derecha hay un pasillo flanqueado por sendas filas de tallos a ambos lados, terminados estos en una base redonda, en las que descansan toda clase de tartas. El pasillo parece no tener final. A la izquierda, cientos de acacias mimosas florecen racimos de golosinas. Más adelante unos arbustos se dejan vencer por el peso para que millares de cupcakes cuelguen de sus ramas como gotas de agua a punto de caer. Noemí camina durante varios minutos mirando a izquierda y derecha hasta que llega a un edificio con la palabra empaquetados en un letrero bien grande y visible en lo alto de la entrada. Se asoma con recelo al interior y pasa despacio. Es más grande por dentro que por fuera. Mucho más grande. Las dimensiones no encajan, pero eso es algo que ha dejado de extrañarle. Hasta donde le alcanza la vista hay bolsas, paquetes y cajas de todos los tamaños y diseños. Sin duda es el lugar, la caja de dulces debe estar aquí. Y el hombre también.
            Recorre largos y laberínticos pasillos de estanterías hasta que oye ruidos, los sigue, gira a derecha e izquierda una vez, y otra, y ahí está, sentado, comiendo dulces de dos en dos con una caja de color marrón y lunares blancos, vacía, a sus pies. El hombre levanta la cabeza sorprendido, deja de masticar y la agacha de nuevo como un perro lastimero. Se sonroja y durante unos instantes no hace nada, luego frunce el ceño, se levanta y camina hacia Noemí con determinación.
            —Tú no puedes estar aquí —dice con brusquedad—. Venga vámonos.
            —¿Por qué no? —pregunta Noemí.
            —Porque no. —Ella se detiene y adopta una postura que no cambiará si no obtiene una explicación—. Porque los habitantes del mundo real no saben de la existencia de Imaginadantia y viceversa —dice el hombre con resignación.
            —No lo entiendo, ¿por qué ocultarse los unos de los otros?
            —De acuerdo, pero sigamos, tenemos que salir de aquí —dice tirando de ella—. Los humanos sois capaces de lo mejor y de lo peor al mismo tiempo —explica mientras caminan a toda velocidad—. Si conocieseis este lugar no tardaríais en venir, imaginar un arma superpoderosa y regresar con ella para usarla contra vuestros enemigos. También ellos vendrán, y harán lo mismo. ¿Y quién quedará al final? Además, aquí hay criaturas diabólicas que no deberían cruzar la puerta al otro lado, criaturas imaginadas por vosotros.
            —¿Por eso la vigila? —El hombre asiente—. ¿Y cómo podría usted impedir que una criatura diabólica la cruce? —pregunta Noemí.
            —Impidiéndolo. —La chica se frena en seco, cruza los brazos y arruga el morro—. De acuerdo —gruñe.
            El hombre se detiene, mira a su alrededor y se acerca a una mariposa que revolotea. Extiende la mano debajo de ella y esta cae paralizada. La coge con cuidado, se la muestra a la chica y la deposita en una rama con suavidad. Hace lo mismo con una abeja azul y naranja que se alimenta del polen de una flor cercana. Cuando se aleja de ellos, los insectos vuelven a la vida. Noemí sonríe maravillada.
            —Es el traje —dice el hombre. Ella se señala y hace ademán de hablar, pero él se adelanta—. Solo funciona con los habitantes de aquí. Alguien lo imaginó así —dice encogiéndose de hombros.
            —¿Alguien? ¿Quién?
            —¡Haces muchas preguntas! Venga, démonos prisa.
            —¿Y por qué ha dejado la puerta sola si es tan importante?
            —Si no se lo dices a nadie, yo no diré que tú has estado aquí. Además, ha sido culpa tuya, tú has imaginado los dulces. —La chica le ofrece una mano y asiente. El hombre la estrecha sellando el pacto—. No te preocupes, ya te he dicho que ninguno conoce la existencia del otro y, por tanto, no conocen la puerta.
            —Pero podrían imaginar una —dice Noemí.
            —¿Imaginar una? ¿Adonde? No puedes imaginar una puerta si no conoces el otro lado, no iría a ningún sitio. No, solo hay una y nadie sabe de su existencia. —Noemí se detiene—. ¿Qué te pasa? —Ella baja la mirada—. ¿No habrás imaginado una? —Noemí niega con la cabeza—. ¿Entonces? ¿Le has hablado a alguien de la puerta? —No contesta—. ¿Lo has hecho?
            El hombre monta en cólera y apremia aún más a Noemí para que se de prisa, deben llegar cuanto antes al mundo real. En el viaje la interroga para saber qué es lo que ha contado y a quién. Ella le habla de Onai sin omitir ningún detalle.
            —¡¿Onai?! —grita—. ¡¿Onai?!
            Ninguno dice nada, sólo caminan. Rápido, todo lo que pueden. Cuando llegan y cruzan al otro lado, lo primero que hace el hombre es inspeccionar la puerta mientras balbucea palabras inconexas.
            —De todos los habitantes de Imaginadantia tenías que contárselo a él —gruñe al fin sin despegar la nariz de la puerta—. Espero que no haya cruzado. Si lo ha hecho es el fin. ¡Si te hubieras ido cuando te lo dije y no me hubieses molestado más! —grita.
            La chica agacha la cabeza apesadumbrada, pero, de repente, cambia el gesto a uno más duro y grita:
            —¡Si me hubiera explicado usted las cosas en vez de ser tan gruñón!
            —¡Si no hubieras venido por aquí a molestar no tendría que explicarte nada! —El hombre da un salto hacia atrás confundido—. ¿Has notado eso? —pregunta. La chica se encoge de hombros—. Esa sensación de haber vivido esto antes.
            —Pues sí —contesta Noemí—. ¿Usted también? ¿Qué significa?
            —Ha sido él, está aquí. Es el fin. Y ha sido culpa mía —se lamenta—. ¡No, ha sido culpa tuya! —rectifica.
            —¿Cómo sabe que está aquí?
            —Onai es atemporal. He debido descubrir algo en la puerta que me ha indicado que ha cruzado, he ideado alguna manera de dar con él y devolverlo a Imaginadantia y él ha venido, ha destruido esa pista en la puerta y no he descubierto nada. Por eso tenemos esa sensación los dos, porque ya lo hemos vivido antes.
            —¿Puede viajar en el tiempo?
            —No, te lo he dicho, es atemporal. —Noemí se encoge de hombros. El hombre suspira con resignación—. Significa que vive fuera del tiempo, en el pasado, el presente y el futuro al mismo tiempo. Y ahora está aquí y me temo que no hay ninguna manera de devolverlo allí, porque él desbaratará todo lo que hagamos —se lamenta de nuevo.
            —Entonces, ¿puede cambiar hechos importantes de la historia?
            —Sí y no —explica el hombre—. Sí puede hacerlo, pero su pasado comienza en el punto del tiempo en el que cruzó la puerta. No puede vivir más lejos en el pasado porque no existe para él. No puede evitar, por ejemplo, que tú vayas a Imaginadantia y le hables de la puerta —dice esbozando una siniestra y sarcástica sonrisa.
            Ambos permanecen en silencio durante algunos minutos, lanzándose miradas furtivas mutuamente. El hombre sopesa las posibles consecuencias y se lamenta. Noemí se centra en intentar solucionar el problema que ella ha creado. De pronto, en un momento de lucidez, empieza a mover la cabeza y a mirar hacia arriba, primero por su izquierda y luego por su derecha y luego por su izquierda de nuevo, y se lleva la mano a la barbilla como si eso pudiese acelerar los procesos mentales que están teniendo lugar en ese instante, no a poca velocidad de por sí.
            —Puede que sí la haya —dice con la mano en el bolsillo. El hombre la mira confuso—. Una manera de devolverlo allí —explica. El hombre, desesperado, se acerca y se interesa por la idea de la chica. Noemí saca el reloj roto de su bolsillo y se lo muestra—. Se me rompió después de cruzar la puerta. Le hablé a Onai de ella cuando me preguntó  qué le había pasado. —El hombre frunce el ceño—. Imaginaré una trampa para atrapar a Onai que solo funcione con este reloj tal y como está: roto. Para impedir que le atrapemos, él deberá evitar que el reloj se rompa. Si no se rompe, no me preguntará por él y yo no le hablaré de la puerta.
            El gesto del hombre se suaviza poco a poco. Va de la confusión a la sorpresa y de la sorpresa a la alegría. Los ojos se le llenan de agua y una lágrima resbala.
            —¿Está llorando? —pregunta Noemí— ¿Por qué llora? Solo es una idea, no sabemos si funcionará. —El hombre señala el reloj de la chica. Ella lo mira: no está roto—. ¿Qué significa?
            —¿No lo has notado? —Ella se encoge de hombros—. La sensación de que este momento lo hemos vivido antes.
            El rostro de Noemí se ilumina.
            —Ahora que lo dice —reflexiona—. ¡Sí que lo he notado! —dice con entusiasmo—. ¿Eso quiere decir?…
            —¡Que lo hemos hecho y ha funcionado! —grita el hombre jubiloso. Se enjuga los ojos, se suena la nariz y se abraza a la chica. Y los dos saltan en círculos cogidos de las manos y ríen de felicidad y Noemí se suelta del hombre y da vueltas sobre sí misma regocijada y el hombre se sienta en la cama—. Ahora puedes irte —sentencia tajante. Ella se detiene contrariada, lo mira, sonríe, se gira y camina con alegría—. ¿Vendrás mañana a molestar? —Noemí asiente— ¿Traerás dulces? —Ella sonríe.
            De camino a casa Noemí se detiene, cierra los ojos, se concentra e imagina un metrónomo de madera en el lugar exacto en el que  se había encontrado con el violín. Lo imagina con un globo rojo atado bien visible en el que se puede leer: «Para el violín». También imagina una nota que explica la manera de usarlo e, incluso, sugiere el tema a interpretar para probarlo.

            Una luz intensa dibuja líneas en el aire. Cuando se desvanece hay una puerta en su lugar. Se abre. Un hombre joven de aspecto agradable la cruza. Viste un traje de dos piezas de color azul y beis, pero de patrón indefinido, cambiante: El pantalón es azul y se va tiñendo de beis de abajo arriba, mientras que la chaqueta es beis y se va tiñendo de azul de arriba abajo, ambos sincronizados. Cuando el proceso termina, el pantalón se vuelve azul de repente, la chaqueta beis, y comienza de nuevo.

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