Las
paredes se estremecen cada cuatro segundos, tremolan, se desencajan y vuelven a
encajarse una vez y otra. Cada respiración es una sacudida que hace temblar el
suelo que hay debajo de su cama hasta que el sol asoma por el horizonte, toca
una ventana, la persiana de esta salta como un resorte y la luz se hace.
Un
hombre se despereza bajo las sábanas, las retira hacia atrás con un gesto
vigoroso y se levanta de un salto. Es muy alto y muy arrugado. Su cabeza es
desproporcionadamente grande comparada con el resto del cuerpo y su cuello casi
inexistente, da la impresión de que aquella le saliera directamente de los
hombros. Camina ligeramente encorvado, aunque es muy veloz para la fragilidad
que transmite su aspecto. Se asea con meticulosidad y se viste con un traje de
rayas blancas y negras. Las rayas son curvas y desiguales, no siguen un patrón
determinado y se mueven con hipnotismo. Desayuna con glotonería y sale al
exterior donde se despereza de nuevo, fuerte, como si fueran a crecerle los
brazos. Mira hacia arriba y se sobresalta al no encontrar lo que busca. Otea
los alrededores con ansiedad hasta que se detiene en un punto y resopla
aliviado: lo ha encontrado. Pero se está moviendo y debe seguirlo. Entra en la
casa y activa varios interruptores de palanca bastante voluminosos. Unos
mecanismos en las vigas escupen vapor a presión y silban con violencia. Las
vigas crujen y salen de la tierra, despacio, liberando la casa, que flota en el
aire a medio metro del suelo. El hombre sale de nuevo al exterior, mira hacia
arriba para asegurarse y rodea la casa con determinación para empujarla en la
dirección correcta.